Esta flexibilidad y cierta ambigüedad que explicaba la relativa estabilidad, sobre todo en comparación con la vasca, ha saltado en añicos.
¿Qué ha provocado que apenas en un par de décadas, de 15 por ciento que se reconocía declaradamente como independentista se haya pasado a rebasar de largo 50 por ciento que votarían por la secesión en un referéndum, y un tercio más de indecisos?
Simplemente, ha sucedido que una parte notable de la ciudadanía, de diversos estratos, ha perdido la paciencia. Se ha intentado todo para negociar con el gobierno central de España. Ahora se siente desilusión.
Constitucionalmente, Cataluña se ha comportado lealmente desde la transición que consolidó la democracia al final de los años 70. Las fuerzas políticas catalanas cumplieron con su parte del guión para redactar y aprobar la Constitución española, en 1978, y el razonable Estatuto de Autonomía catalán, un año después.
Tanto los conservadores como los nacionalistas moderados de la coalición formada por los liberales de Convergència i Unió (CiU, el partido forjado por Jordi Pujol) y los democratacristianos de Unió (ensamblados en CiU), excomunistas (PSUC-ICV) y explícitamente independentistas de Esquerra Republicana (ERC), además de los socialistas del Partit dels Socialistes Catalans (PSC), hicieron bien las tareas.
Todos se mostraron como modelo de convivencia que contribuyó a evitar que las demandas que habían presentado fueran envenenadas de violencia, y mucho menos de muestras de terrorismo, como desgraciadamente había sucedido en el País Vasco.
Los políticos catalanes y las fuerzas sociales parecían cumplir con el tradicional «pactismo» que les caracteriza, parte de los mitos esenciales sobre su identidad. Se trataba de conseguir aproximadamente 50 por ciento de las reclamaciones, en lugar de presionar por una utópica recompensa, en un todo o nada que nada resolvería.
Esta estrategia ha fracasado.
Aunque las reivindicaciones de carácter fiscal (una mejora en el reparto y las contribuciones del Estado) siguieron siendo parte fundamental del persistente problema, se fue posicionando el sentimiento creciente del no reconocimiento de lo que se llama el «hecho diferencial». La posibilidad de la doble lealtad «nacional» (hacia España y Cataluña) y mucho menos la exclusiva reverencia a una esencia catalana, en desmedro de la española, se rechazaba de plano.
Este obstáculo proviene de lo que se llamó la solución del «café para todos», como es tradicional al final de una cena. Ante la reclamación de una autonomía para las «regiones» históricas (definidas ambiguamente en el texto constitucional como «nacionalidades»), se creyó en los momentos álgidos de la transición de la dictadura a la democracia, que el problema se resolvería con la concesión de 17 autonomías, una subdivisión de apariencia cuasi federal (sin serlo en estricto sentido), sin consideración alguna por las diferencias.
Cataluña y el País Vasco se sintieron oficialmente aludidos de forma explícita, ya que por su historia y tradición jurídica (ya habían disfrutado de privilegios autonómicos en el pasado) se merecían un trato especial.
Pasaron los años y el «Estado de las autonomías» sobrevivió. Pero en Cataluña la solución apareció no conmensurable con los anhelos de una mayor libertad de acción, aunque siempre dentro del sistema constitucional.
Cuando los electores catalanes, impecablemente, mediante votaciones en su Parlament, con el referendo del Congreso español, pactaron un texto de un estatuto renovado en 2006, durante el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011), el entonces opositor Partido Popular irresponsablemente le endosó el problema al Tribunal Constitucional.
Este máximo ente, que dictamina sobre la bondad de las leyes fundamentales, al examinar diversos aspectos de contenido potencialmente polémico del nuevo estatuto, se cebó en la emblemática palabra «nación». En su sentencia de junio de 2010, consideró que los catalanes no tenían el derecho a considerarse, libre y democráticamente, «nación».
La protesta que estalló en Barcelona en el verano boreal de ese año fue impresionante. Insólitamente, se comprobaba que el tejido social de los demandantes había comenzado a capturar sectores políticos, sociales y económicos que no se consideraban hasta entonces proclives al activismo contra el orden establecido.
El centrismo de coaliciones como CiU, en el poder autonómico desde la transición democrática salvo el periodo 2003-2010, se situó en un terreno común con la izquierda que capturó el poder en los años del llamado «tripartido» (formado por socialistas del PSC, republicanos independentistas de ER, y los sucesores de los partidos marxistas).
La arrogante reacción del sistema liderado por el gobernante Partido Popular fue ignorar el ruido de la calle. El resultado fue aumentar el potencial voto independentista y acrecentar todavía más el grado de las demandas, por encima del prudente autonomismo, tanto en el terreno económico, como sobre todo en el político.
*Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami