Treinta y tres años después del triunfo de la revolución islámica en Irán, el régimen teocrático, que ha convertido al país en una gran potencia política y económica, con enorme influencia sobre Irak, Siria y Líbano, no ha resuelto aún sus dos grandes frentes de inestabilidad. En el interior, crecen las protestas por la falta de libertades en un régimen autoritario que tutela una instancia superior – los clérigos shiíes -, con un sistema de aparente división de poderes reservado a los fieles al poder y que encarcela a los disidentes. El último informe de Amnistía Internacional certifica violaciones sistemáticas de los derechos humanos. En el exterior, Irán sigue sufriendo el acoso internacional por su programa de enriquecimiento de uranio e incluso la amenaza de un ataque militar israelí.
Los mensajes alarmistas que pronostican ese escenario bélico, en el que – se asegura - Estados Unidos se vería obligado a intervenir, embarullan el análisis de lo que está pasando en la región. Estamos en un recurrente momento de fuerte tensión entre las vías diplomáticas y las militares. Y, también, frente al pulso propagandístico de ambas visiones, que intentan influir en la opinión pública con la profusión de todo tipo de argumentos a favor y en contra de una nueva guerra en Oriente Medio.
Se parte de la nada novedosa idea de la «amenaza» iraní, que surge tras la revolución islámica de febrero de 1979. Estados Unidos nunca llegó a digerir ese nuevo poder político-clerical que plantó cara a su hegemonía en la zona y se convirtió en un referente para todos los países islámicos.
El ajuste de cuentas pendientes de Occidente con Teherán se observó con su apoyo a Sadam Husein en la guerra que Irak mantuvo contra Irán durante ocho años, y que desangró a ambos países. Hoy, la reedición de ese plan de presión sistemática se etiqueta como «sanciones internacionales» y se justifica por el temor a que el programa iraní de enriquecimiento de uranio encubra una intencionalidad militar.
Sin embargo, los inspectores de la OIEA aún no han podido aportar pruebas que desmientan la finalidad civil que Irán – firmante del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) - atribuye a sus quince instalaciones nucleares. Han transcurrido casi cinco años de sanciones económicas basadas no en certezas, sino en especulaciones sobre las verdaderas intenciones iraníes y en discutibles cálculos sobre supuestos plazos para la fabricación de una bomba atómica. Pero tampoco hay que ser ingenuos. La fina línea que separa el programa nuclear civil – por cierto, continuación del ya iniciado en los tiempos del Sha, con tecnología estadounidense – de un posible uso militar podría traspasarse fácilmente.
¿Existe realmente la amenaza nuclear iraní? Quien más la denuncia es Israel, un Estado dotado de un arsenal nuclear que no ha firmado el TNP, y cuya política se ha volcado históricamente en garantizar no ya su seguridad sino su propia existencia. Las declaraciones del presidente iraní Ahmadineyad en las que ha negado que ocurriera el holocausto no han ayudado precisamente a cambiar esos recelos. Hay otro foco de conflicto con Irán: Arabia Saudí. La tradicional pugna entre los dos grandes líderes de las comunidades chií y sunita se traslada a una especie de «guerra fría» en crisis como la de Siria – apoyo de Riad a los insurgentes- o las de Yemen y Bahrein, en donde Teherán simpatiza con los movimientos opositores. El choque entre estos tres grandes actores – Israel, Irán y Arabia Saudí – desvela, más allá de la discusión sobre el programa nuclear al que Teherán tiene perfecto derecho – una feroz lucha de intereses por participar y dirigir la reconfiguración política y económica de una vasta región que se extiende desde Afganistán hasta el Mediterráneo.
Las sanciones internacionales buscan, claramente, debilitar a una parte de este trío de ases. Su efectividad es, como siempre, desigual: castigan sobre todo a la población - la moneda se ha depreciado un 60 por ciento y el precio de los alimentos se ha disparado - , mientras que apenas afectan a las élites dirigentes. A pesar del embargo de petróleo y las restricciones financieras, Teherán aguanta el pulso gracias a las exportaciones de crudo a Rusia, China, India y Japón y a crecientes contratos para la búsqueda de materias primas en América Latina. Además, el aval político que recibe de Moscú y Pekín tiene un fundamento energético de primer orden: sus reservas de gas son, después de las de Rusia, las segundas más importantes del mundo.
La influencia de este gigante se extiende a Irak que, tras la retirada de las tropas estadounidenses, reconstruye puentes con Teherán, a Siria, a Palestina y Líbano, donde mantiene una alianza estratégica con Hezbollá y Hamás. Y a Turquía, ejemplo admirado por las nuevas revoluciones árabes, con un proceso de aproximación en marcha. No parece que la preocupación de fondo iraní sea hoy la obtención de una bomba nuclear, sino, en realidad, avanzar en la construcción de un proyecto nacional independiente cuyas claves económicas son la seguridad energética basada en un mix de energías –entre ellas, la nuclear – y, la más problemática, la negociación con los países árabes de una nueva redistribución de los beneficios que genera la extracción y transporte del crudo y gas en la zona.
¿Tiene sentido y justificación, en medio de este escenario, hablar de guerra? Un ataque a Irán sería ilegal, sólo lograría retrasar su programa nuclear y, además, la previsible subida de los precios del petróleo hundiría a las economías occidentales, ya castigadas por la crisis económica. A Irán no le interesa iniciar ninguna operación ofensiva, simplemente, porque podría ser barrido del mapa. A Estados Unidos, tras el repliegue de Irak y el previsible de Afganistán en 2014 y con el foco de prioridades desviado a Asia-Pacífico, parece que tampoco. Y Rusia está en otra política, desarrollada tras la caída de la URSS, que opta por la transacción y los negocios antes que por la guerra.
Si las opciones militares se descartan, el problema de fondo, es decir, el papel a jugar por Irán en la región, deberá consensuarse a medio plazo entre todos los actores internacionales. Es probable que haya que cambiar la retórica de las sanciones por el lenguaje de la seguridad que dé garantías no sólo a Israel sino al propio Irán contra cualquier ataque de sus vecinos. De la misma manera que muchos países han construido sólidas alianzas a partir de una mutua desconfianza inicial – hubo un tiempo en que la «obsesión» de la política francesa era la amenaza alemana - , Israel e Irán puede que tengan que enfrentarse a una nueva era de acuerdos y oportunidades compartidas. El sistema iraní tampoco podrá seguir eternamente acomodado en un victimismo internacional, rentable, hasta ahora, para encubrir sus problemas internos, especialmente, las demandas de una democracia plena. Los vientos procedentes de las «primaveras árabes» y el exitoso modelo islámico turco, dentro de un Estado laico, ya no le puede dejar indiferente por más tiempo