La combinación entre la presión interior al régimen sirio – protestas populares que interactúan con crecientes ataques de grupos armados al Ejército y a las fuerzas de seguridad – y las sanciones internacionales, están empujando a la familia Assad, que gobierna bajo un sistema de dictadura hereditaria desde hace 41 años, hacia un aislamiento cada vez mayor. La inmovilidad del presidente Bashar el-Assad, que se niega de forma brutal a un proceso de reformas que conduzca a la democracia, ha abierto una gravísima brecha de inestabilidad en una zona vital para los intereses de las grandes potencias.
El número y peso de esos actores otorgan a la crisis siria un carácter sustancialmente distinto a lo ocurrido en Libia. Si en el caso de Gaddafi, la Unión Europea –con Francia y Reino Unido a la cabeza- , y la OTAN , dirigieron una rápida intervención para acelerar la caída del dictador, con Siria el método no parece que pueda ser el mismo.
Hasta ahora, Bruselas ha dosificado una política de sanciones económicas que no busca la asfixia del país, - consciente del riesgo de que esa estrategia provocara un rechazo generalizado de la población - , sino presionar a Damasco para que acepte un plan de reformas que le reclama desde hace tiempo. En el terreno político, la Unión Europea, uno de cuyos flancos más débiles, por no decir casi inexistentes, es la política exterior, tampoco está en condiciones de asumir un papel de liderazgo en la crisis siria y, así, prefiere confiar más en las iniciativas de actores regionales como la Liga Árabe o Turquía – que no renuncia a entrar en la UE y, además se exhibe como modelo de estabilidad- , o intervenir en otros foros como el Consejo de Seguridad de la ONU.
La clave de la contención de la comunidad internacional en la deriva del conflicto sirio está en la influencia decisiva que Rusia mantiene sobre ese país y, en general, sobre el damero de Oriente Medio, recobrada durante la presidencia de Vladimir Putin. Tras la caída de Gaddafi, que confirma el debilitamiento de la voz rusa en el norte de África, no es previsible ahora que Moscú ceda terreno, sin obtener a cambio otro tipo de concesiones, en su posición de gran valedor del eje Teherán-Damasco. Muchos son sus intereses, sobre todo los energéticos, – Irán es la segunda reserva mundial de gas -, y también políticos, puesto que Moscú no renuncia a sacar provecho de sus buenos contactos en Líbano y, a través de Hamás, en Palestina. China, aliada de Moscú en este tablero de Oriente Medio, es la otra gran potencia emergente debido también a su interés por asegurarse el suministro de la cantidad ingente de energía que necesitará en las próximas décadas.
El escenario de enfrentamientos y derramamiento de sangre que vive Siria no es ajeno, pues, a las realidades geoestratégicas y económicas de la zona. La búsqueda de una nueva estabilidad, más en consonancia con la incipiente e incierta geometría democrática alentada por las «primaveras árabes», interesa a Europa porque facilitaría la apertura de nuevas áreas de libre comercio – la UE no ha logrado aún sellar un acuerdo de asociación con Siria – y, sobre todo, porque allanaría el camino para otras potenciales vías de suministro energético, alternativas a las rusas. El talón de Aquiles europeo es esa dependencia energética de Moscú y por eso Bruselas apoya otras opciones frente a la telaraña de gasoductos que controla Gazprom.
Una de ellas es el proyecto «Nabucco», una red de tuberías que, sin pasar por Rusia, transportaría gas desde el Mar Caspio hasta Viena – vía Bulgaria, Rumanía, Hungría, - y que, a su paso por Turquía, se conectaría a un tejido de gasoductos árabes que podrían discurrir, en otros paises, por Siria. Turquía y los países árabes productores obtendrían grandes beneficios en esta gigantesca operación.
«Nabucco», sin embargo, no acaba de arrancar porque no está asegurado el suministro de países como Azerbaiyán o Kazajistán y mucho menos de Irán, que ya desarrolla su gasoducto a Siria a través de Irak. Además, en esta batalla de la conducción del gas por el sur de Europa, Rusia compite con su «South Stream», que unirá su territorio y Bulgaria, pasando por el mar Negro.
La complejidad de los intereses en juego, entre ellos la seguridad energética europea, explica la cautela de la UE, que desde hace años viene exigiendo a Damasco reformas democráticas, diálogo con la oposición y defensa de los derechos humanos. En cualquier caso, la dinámica de represión y violencia en la que han muerto ya miles de personas, debería obligar a Moscú y Pekín, más pronto que tarde, a mover ficha para forzar a la dinastía Assad a aceptar un acuerdo de transición democrática que evite el peligro de una guerra civil que la mayoría de la población no desea y cuyas consecuencias serían catastróficas para toda la región.