Los milagros existen. Es un milagro que el pueblo Saharaui viva y sobreviva desde hace tantos años en unas condiciones tan inhóspitas cómo las de la Hamada (=Nada). La naturaleza es muy sabia, por lo que prácticamente ningún animal puede sobrevivir allí. Pocas hormigas con cuatro patas de araña, moscas y algún reptil. Pero el hombre sobrevive. Ha aprendido a salir adelante a pesar de las dificultades.
En lo que era la zona más dura del desierto pedregoso, han edificado sus «unidades urbanas» o wilayas. Con ladrillos de barro y lona construyen sus hogares, hospitales y colegios. Donde antes sólo había arena y pedrusco, ahora se extienden mares de jaimas y casitas de adobe donde la vida es difícil, pero posible.
La Hamada no genera, no puede hacerlo, ningún alimento. Para alimentarse dependen de la ayuda humanitaria. Gracias a los envíos internacionales disponen de harina, aceite vegetal (no he conseguido saber de qué vegetal se trata) y cuando hay suerte de algún kilo por familia y mes de legumbres y azúcar. Para completar la dieta con carne, quien tiene posibilidad cuida unas cabras o unos camellos. Ambos, además de animales de granja actúan cómo «punto limpio» ya que se alimentan de los desechos de la familia. Para completar una dieta equilibrada deben conseguir alimentos infantiles, vegetales y frutas. Para semejante mejora no queda más remedio que tener dinero y comprarlos. De ahí que la principal actividad laboral de los Saharauis, y casi la única, sea el comercio. Todo el que puede hacerlo monta una tienda. No es fácil. El tendero necesita un coche con el que ir a Argelia por la noche para comprar los alimentos frescos que vender a la mañana siguiente. Son los privilegiados, pero se quejan de que el comercio allí es muy débil. No me imagino cómo podría ser de otra manera. Si el que puede comprar tiene una tienda, ¿quién es el comprador?
Por supuesto que la tierra tampoco les proporciona agua. Para la higiene personal, la limpieza, la cocina y la bebida disponen de agua procedente de unos depósitos nutridos del subsuelo de una de las wilayas. Desde hace poco tiempo, está canalizada a través del desierto por tuberías subterráneas hacia los distintos núcleos de población. El día que llega agua a su wilaya, las familias pueden solicitar permiso para rellenar sus propios depósitos de hojalata. Todas las mañanas rellenan una versión moderna de aguamanil, con forma de regadera y capacidad cercana a un litro, con la que todos los miembros de la familia se «lavan». En mi caso, padre, madre, ocho hijos y yo, la cooperante española. Para mi vergüenza y a pesar de todos mis esfuerzos, siempre he sido la que más agua ha consumido en esta tarea y siempre he resultado la de peor aspecto final. Me permito esta torpeza en base a mi falta de costumbre. Del depósito familiar deben surtirse para todo. Para todo menos para su auténtica pasión: el té. Dicen que las condiciones del agua no permiten la infusión de su bebida nacional (aunque el té y las teteras son de China). Un agua diferente, con la que poder hacer el té, llega de vez en cuando en camiones para que la población rellene sus bidones de plástico. Dudo mucho que reúnan las condiciones mínimas de nuestros estándares de potabilidad, pero el intestino Saharaui ha aprendido a vivir con la flora y fauna asociada.
La electricidad, por supuesto, no existe. En algunos centros oficiales disponen de instalaciones básicas, lo que no sucede en ningún hogar. Cada viaje de vacaciones de los niños a España, es una esperanza para la familia. El premio gordo para ellos es volver al Sáhara con una pequeña placa solar. Una vez en casa, conectada a una vieja batería de coche, les permite un hilo de luz por la noche, nada más. Aún así, la insolación es tan tremenda y el mecanismo de acúmulo energético tan rudimentario (sin reguladores de ningún tipo) que las baterías revientan en pocas semanas. Actualmente tienen las esperanzas puestas en pequeños generadores de energía eólica. Para nuestras economías domésticas, son equipos muy caros, lo que significa que no es fácil encontrar un benefactor que se los proporcione.
No es casualidad que los programas de ayuda humanitaria se desarrollen siempre en las mismas épocas del año. La presencia de humanos no acostumbrados al horrible clima del desierto, más que ayudar, entorpece a los Saharauis. Les obliga a cuidar del visitante y les pone en una violenta y preocupante situación...¡A ver si no le pasa nada malo a este...! En el verano, los termómetros estallan tras dos minutos al sol, la noche es fría (en invierno cercana a los 0º). Las tormentas de arena no dejan respirar, cuando llueve hasta se deshacen las casas, pero han aprendido a protegerse de semejantes inclemencias y a resurgir eternamente de sus cenizas.
Los niños con un aspecto más saludable son sin duda los que se alimentan aún de la leche materna. Los más mayorcitos, nos cuentan, sobreviven y se desarrollan en percentiles adecuados, gracias a los programas de «vacaciones en paz». Desde los 7 hasta los 12 años pasan los meses de verano en el extranjero, la gran mayoría en España, atendidos por familias voluntarias. De esta manera se evitan el periodo de temperaturas extremadamente difíciles, a la vez que se ponen al día en cuestiones de salud y, una vez libres de parásitos intestinales, recuperan niveles de nutrición adecuados o al menos mejores a los del resto del año.
Las autoridades Saharauis dan una importancia fundamental a la educación. El colegio es obligatorio y sagrado para todos los niños. No he tenido tiempo de conocer mucho de los colegios. Sólo que están llenos, que los niños desaparecen en el horario escolar y que a pesar de que los métodos, en lo punitivo, son parecidos a los que nosotros conocimos en otros tiempos, los chavales van con ganas y vuelven contentos.
Otra de las prioridades de las autoridades es la salud. Disponen de una red de hospitales que atiende a la población enferma. Prácticamente no hay médicos en los campamentos. Sobran los dedos de las manos para contarlos y todos están en el Hospital de Rabuni, donde se atienden los casos más graves. El resto de hospitales están a cargo de enfermeros y personal que ha recibido algún cursillo sobre cómo atender pacientes o cómo dispensar medicamentos. He tenido ocasión de trabajar y conversar con algunos. Su jornada laboral es diferente a la nuestra. Ellos trabajan de 8.00 a 17.00, sólo que entre la hora de entrada y la de salida, han pasado tres largas semanas. Donde trabajan duermen, comen y toman el té y si las cosas están bien, tras tres semanas descansarán unos días para estar con sus familiares. Los medios con los que cuentan son maravillosos, dadas las circunstancias, pero desde nuestro punto de vista totalmente insuficientes. En una ocasión tuve la oportunidad de coincidir con la entrevista que una radio española hacía al enfermero que ocupa el cargo de director de uno de los hospitales. Escuchándole, se me quedaban los ojos y la boca cómo lunas llenas. Él explicaba que dirigía un hospital de 57 camas cuándo en todo el hospital camas, lo que se dice camas, yo sólo vi dos. Que contaba con un servicio de laboratorio, equivalente en la realidad a un aparato auto-determinador de los parámetros más elementales. En fin una lista interminable de una cartera de servicios que desde fuera sonaba a «el hospital que me gustaría dirigir y así renombrado que bien suena».
Titulados o no titulados, se dedican a curar. La experiencia les hace válidos para sacar adelante su trabajo. Son conscientes de lo que pueden hacer y, lo que es más importante, han desarrollado la coraza imprescindible para seguir trabajando cuando una y otra vez dejan a un lado los problemas de salud a los que saben que no pueden hacer frente. Es tan cierto que tienen abierta una vía de evacuación de pacientes graves recuperables, cómo que la lista de pacientes que con nuestros baremos evacuaríamos es utópica. Un comité decide con tabla rasa quien realmente debe recibir tratamiento fuera. La gran mayoría se queda esperando. La naturaleza busca entonces sus agarres, unos quedan en el intento, otros salen adelante con secuelas más o menos importantes y los más afortunados acaban curando.
Con una frecuencia regular, los cooperantes sanitarios de distintos países acuden a desarrollar programas de prevención, cirugía, consultas, exploraciones especiales...De esta manera salen adelante muchos problemas pero los que tienen que esperar esperan. No se oye una protesta, no se ve una mala cara, ni en el sanitario Saharaui ni en el paciente ni en su familia. En ocasiones, tras varias horas de cola para ser atendido, deben darse la vuelta porque no ha llegado para todos. Y lo hacen con buen talante. El agradecimiento es sincero. He visitado enfermos que, tumbados en el suelo de la jaima, yacen rodeados de sus familiares que se resignan a prestarle sus atenciones día y noche, sabiendo que existe una solución, muy lejos, en un centro sanitario cualificado.
Los Saharauis ni siquiera pueden ser pobres. La ausencia de bienes que poseer y de futuro que enfrentar no da opción a serlo. Todas estas dificultades las supera un pueblo que a mi modo de ver es altivo y orgulloso cómo principal rasgo y hospitalario y agradecido cómo caracteres inmediatamente unidos a los previos. Vemos muchos lisiados por la guerra y la enfermedad mal atendida, pero en esencia el saharaui es fuerte y esbelto. Sus ojos son grandes, luminosos y penetrantes. Sus rostros armónicos. Adoran a su Dios igual que adoran y salvaguardan sus costumbres ancestrales. Arde en su interior el sentimiento de grupo y patria cómo sólo el que ha perdido lo suyo puede sentirlo. Tienen el alma acogedora del nómada. Gozan con agasajar al visitante y saben cómo nadie hacer sentirse al extraño cómo en casa, aunque cómo casa se entienda un pequeño cubil de adobe techado con uralita en medio del desierto.
Y todo ese orgullo se procesa para adaptarse a la realidad con mecanismos de inigualable valor psicológico. Creo que fueron ellos quienes debieron inventar la inteligencia emocional...En cuantos aspectos están más vivos que los habitantes de este mundo rico. Su vida transcurre a una velocidad que exaspera. Pero se saben sentar sin necesidad de tener una pantalla delante. Se sientan a estar juntos, a contarse problemas, a jugar con sus hijos, a visitar familiares y amigos, siempre con un té en medio. La hora es muy relativa. Las cosas, cuando llegan, llegan tarde pero mientras son más conscientes de quienes son, de donde están y de lo que tienen alrededor. Mucho más que los de este otro lado del mundo nos podemos imaginar. No tienen nada, ni patria, ni tierra, ni posesiones. Pero se tienen a ellos, a su pueblo, a su familia, a sus amigos y a sus tradiciones. Y eso les hace ricos. Sus casas están siempre abiertas a quien quiera entrar, lo que para ellos es ganancia.
No me extraña que entre tantas peculiaridades, lo que más claro se haya grabado en mi interior y da título al relato, haya sido su sorprendente manera de saludarse y decirse adiós. Porque celebran el saludo con un interminable relato de deseos de paz, «que descienda sobre ti, que descienda sobre tus hijos, sobre tu esposa, sobre tus padres...» y de interrogantes... «¿cómo te encuentras, cómo tu trabajo, cómo tus animales, cómo tu casa...?» Y así, por el mismo precio que nosotros mascullamos ¡hola! ellos establecen un dialogo sinfín de buenos deseos con sus correspondientes respuestas.
Sin embargo es raro que digan adiós. Decir adiós es morir de algún modo. Se levantan y desaparecen. El pueblo saharaui no quiere quedarse sin nada más, se niega a asumir ninguna otra pérdida. Y si la tiene que asumir, prefiere no enterarse.