Ante la espectacularidad de algunas obras que ya llevábamos visto, como «Las Meninas» de Velázquez, entonces rodeadas de espejos que hacían que el espectador se sintiese como dentro de la obra, el «Saturno devorando a sus hijos» de Goya o la rotunda ampulosidad de los desnudos de «Las Tres Gracias» de Rubens, aquel comentario nos pareció más bien una broma.
Con el tiempo, cada vez que volví a ver el «Descendimiento», en las muchas reproducciones de catálogos y libros de arte y en las decenas de veces que he vuelto al Prado, siempre me acordé del comentario de aquel profesor. Y desde entonces, mis preferencias como mejor cuadro del Museo del Prado han basculado entre «Las Meninas» y, efectivamente, este «Descendimiento», en el que descubro algo nuevo cada vez que vuelvo a él.
No ha sido diferente ahora, con ocasión de la exposición dedicada a Rogier van der Weyden que acaba de abrir sus puertas en el mismo Museo del Prado. El ensayo de Lorne Campbell que incluye el catálogo ha colaborado a desvelarme nuevas claves para interpretar las capas de significado y las infinitas complejidades de una de las obras más fascinantes de la historia universal del arte.
El más grande y noble de los pintores
Rogier van der Weyden (Tournai, c.1399-Bruselas, 1464) nunca firmaba sus cuadros y esto ha supuesto una gran dificultad para atribuirle con certeza la autoría de algunos. Únicamente no existen dudas sobre tres de sus obras, escrupulosamente documentadas: el «Descendimiento», el «Calvario» y el «Tríptico de Miraflores», las tres presentes por primera vez de forma simultánea (ni siquiera el pintor tuvo ocasión de verlas juntas) en esta exposición. Además están también el «Retablo de los Siete Sacramentos», del Kolninklijk Museum de Amberes o la «Virgen del Niño», conocida también como «Virgen de Durán», por el nombre de su donante al Prado, Pedro Fernández Durán (1846-1930). También el «Retablo de Belén», una compleja obra escultórica de la iglesia de Santa María de la Asunción de Laredo.
Nacido en Francia hijo de un fabricante de cuchillos, van der Weyden se trasladó a Bruselas siendo muy joven, se asentó en esta ciudad, donde instaló uno de los talleres de pintura con más discípulos, y tradujo su nombre original al idioma flamenco. En 1436 estaba considerado ya como el más grande y noble de los pintores de Bruselas. Sus «Justicias de Trajano y Herkinbald», cuatro tablas de grandes dimensiones destruidas en 1695, llamaron la atención de toda Europa.Además de cuadros, van der Weyden hizo esculturas, dibujos, tapices y otras creaciones de arte, y esto se nota en su pintura, en la que hay referencias a las tallas de madera o a las esculturas labradas en piedra, actividades que desarrolló con Jan de Clerck (van Evere) y Jean de Le Mer, escultores que trabajaron con él, y es por ello por lo que algunos de los personajes de sus cuadros parecen imágenes escultóricas.
Contó con la ayuda de generosos mecenas, como Felipe el Bueno e Isabel de Portugal (aquí se puede ver su retrato), su hijo Carlos el Temerario, o Juan II de Castilla, quien entregó a la cartuja de Miraflores el tríptico que lleva su nombre, hoy perteneciente a la Gemäldemaldegalerie de Berlín.
Debemos sobre todo la presencia de la obra de van der Weyden en España a Felipe II, quien en 1555 adquirió el «Calvario» a la cartuja de Schent, en Bélgica, para instalarlo en el real sitio de Valsain y más tarde, en 1574, fue entregado al Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En 1564 había adquirido también el «Descendimiento» a la iglesia de Nuestra Señora de Extramuros de Lovaina.
La pintura de Rogier van der Weyden refleja los conocimientos de matemáticas y geometría que poseía el artista, y que trasladó a su obra, en la distribución de formas y volúmenes y en la armonía de las composiciones. Conviene detenerse ante cada cuadro y observar los detalles presentes en los rostros, las vestiduras, la arquitectura y los paisajes en los que van der Weyden sitúa a los protagonistas. La sangre, las heridas, los hilos de las telas, los adornos y las lágrimas transmiten realistas efectos emocionales.
El Cristo del «Calvario», que acaba de ser sometido a uno de los procesos de restauración más meritorios, muestra tres lágrimas, apenas perceptibles antes, que al tiempo que transmiten la emoción del momento son portadoras de un simbolismo que remite a las tres únicas ocasiones en las que el Nuevo Testamento menciona el llanto de Cristo: la muerte de Lázaro, la previsión acerca del negro futuro de Jerusalén y la oración en el huerto de Getsemaní.
Esas lágrimas simbolizan al mismo tiempo el juego de contrarios que está presente en toda la pintura de van der Weyden, porque son al mismo tiempo las lágrimas de un cadáver (que no puede llorar) y las de un hombre vivo. Es ese enfrentamiento latente en la obra de van der Weyden, que Lorne Campbell resume en su texto: «Nos sentimos apresados entre la pintura y la escultura, entre la sencillez y la complejidad, entre los muertos y los vivos, entre el pasado y el presente, entre lo simétrico y lo asimétrico, entre lo cotidiano y lo imposible, entre lo humano y lo divino».