Mañana del 13 de agosto de 1961. Lo que nació como una barrera temporal para impedir el cruce de personas en ambas direcciones de la frontera, para evitar las comparaciones entre dos modos de vida (el occidental y capitalista con el oriental y comunista) y para, en última instancia, huir como ya habían hecho muchos, se convirtió en una de las mayores vergüenzas del siglo XX. Los iniciales adoquines que levantó el bando soviético pronto fueron una pared de hormigón y piedra de cinco metros de altitud, coronada con rollos de alambre y púas a lo largo de los 43,1 kilómetros que recorrían la ciudad y de los 115 que abarcaba en total.
«El Senado de Berlín acusa ante la comunidad mundial, las medidas ilegales e inhumanas practicadas por aquellos que están dividiendo Alemania, oprimiendo a Berlín Oriental y amenazando a Berlín Occidental», denunció el alcalde Willy Brandt. Nadie escuchó aquella llamada. Muy pronto, calles, plazas y casas quedaron divididas. También Europa y el mundo entero.
Además de los bloques de hormigón, los tanques hicieron acto de presencia a uno y otro lado de la valla. En el Checkpoint Charlie, carros de combate estadounidenses y soviéticos se miraron tensamente durante las 16 horas que unieron el 25 y el 26 de octubre de 1961. Aquello iba en serio. Prohibido cruzar. Aunque entre 1961 y 1989, más de 100.000 vecinos de la República Democrática Alemana intentaron escapar a través del Muro de Berlín. Muchas de ellas murieron abatidas. No se conoce con exactitud el número de víctimas, pero la Fiscalía de Berlín habla de 270 personas, incluyendo las 33 que fallecieron al intentar detonar una mina. Un «muro de la vergüenza», como se le conoció de un lado; mientras en el bando oriental era llamado el «muro de protección antifascista». Unos 5.000 afortunados lograron atravesar aquella barrera que, 28 años después, un simple papel tuvo la fuerza simbólica de demolerlo.
El inicio de la caída
El aperturismo de Mijail Gorbachov, presidente de la URSS entre 1989 y 1991, trajo la creación de un visado con el que poder viajar al otro lado de Alemania y, por ende, a cualquier parte del planeta. El destino soñado y prohibido hasta entonces estaba a unos pocos pasos. Enfrente. Tras la rueda de prensa en la que se anunció la libertad de movimientos, además de elecciones libres, miles de berlineses se congregaron frente al muro. A uno y otro lado. La noticia no respetó fronteras. La normativa entraba en vigor de inmediato y no hizo falta que nadie abriera la puerta. Era el inicio de la caída.
«Incluso cuando hoy cruzo la Puerta de Brandeburgo me embarga parte del sentimiento de que durante muchos años de mi vida no era posible hacerlo y que tuve que esperar 35 años para poder sentir esa libertad. Esto cambió la vida», ha dicho la actual canciller alemana, Angela Merkel, al presentar los actos conmemorativos organizados para tan simbólica efeméride.
Herramientas y utensilios caseros acabaron con una pared que durante 28 años separó a las dos potencias nucleares que jugaron a repartirse el mundo en una guerra llamada fría pero que generó muertes y dolor, como cualquier trinchera. Aquella imagen es ya icónica. Restos, marcas en el suelo, museos, puestos de control.... los resquicios de una época de desunión son constantes para quienes visitan Berlín, una ciudad amurallada en la historia del siglo XX.