Porque la presidencia de Nicolas Sarkozy, su errática y –en muchos aspectos- extremista campaña electoral, han mostrado sus peores perfiles (tenía otros): sus distorsiones de personalidad, su (periódica) falta absoluta de voluntad de consenso. Una suicida, perversa estrategia de inclinación electoralista ante el discurso de la extrema derecha.
Tras Sarko, había varias sombras (más que personalidades), entre otras, su ministro de Interior, Claude Guéant, y su consejero especial Henri Guaino. Tal para cual. El traspaso de poderes simboliza un cambio de estilo, una reducción de la rutilancia vacía, del estrellato político. Ojalá la política diversa, el debate de verdad, la democracia sin discursos de lo ineluctable, regresen.
Porque el rostro berlusconiano de Sarko-Hyde-Jekill trataba siempre de desviar, de amaestrar, de domesticar. Un detalle: en la toma de posesión no estarán los hijos de Hollande y de Ségolène Royal: «Es François Hollande quien ha sido elegido presidente de la República, no una familia, ni los amigos, ni los colegas», ha dicho Royal. Hemos sufrido demasiado tiempo el bombardeo de lo superficial para hacernos olvidar lo sustancial: los ataques al estado social en Europa.
De momento, Hollande ha elaborado un compromiso deontológico escrito para los miembros de su gobierno, anticipa la reducción de su propio salario presidencial (un 30 por ciento menos también para los ministros). Ha prometido devolver el derecho a jubilarse a los 60 años para quienes hayan cotizado lo suficiente (41,5 años), fijar techos salariales para los ejecutivos de las empresas públicas, aumentar la ayuda escolar, incitar el alquiler de una vivienda para los jóvenes. Sobre el aumento del salario mínimo (1.393 € en Francia), no ha sido tan preciso; pero ha sugerido que podría aumentarlo con la suficiente concertación social y según el aumento del PIB (no de la inflación, ojo). Dos millones y medio de franceses tienen esa cantidad como sueldo habitual, unos tres millones están desempleados. La reforma fiscal, si se hace lo prometido, eliminará dispositivos puestos en marcha durante la etapa Sarkozy, para favorecer a los más ricos, establecerá porcentajes de imposición del 75 por ciento por encima del millón de ingresos, del 45 por ciento para los que ganen más de 150.000 €, tratará de manera distinta el ahorro, los depósitos de dinero y las actividades especulativas. Esperemos, al menos que sea así.
Debería –esperemos, esperemos- luchar contra los paraísos fiscales, contra los bonos, el abuso de las stock options y de los productos financieros tóxicos. Reforzará, así lo ha prometido, la ayuda a los alumnos con dificultades, debería haber más profesorado de asistencia y de refuerzo del profesorado titular. Ha prometido algo muy preciso: 60.000 empleos educativos nuevos en cinco años. 150.000 puestos de trabajo en barrios marginados, medio millón de los contratos llamados «de generación» (que afectan tanto a los más jóvenes como a los más veteranos). Son promesas electorales que cabe recordar si no se cumplen.
En Francia, al menos en la campaña electoral presidencial, no se ha hablado de sombrías «reformas laborales» que –en países vecinos- se afirman como «inevitables» o «imprescindibles». «La dominación sin cuartel del pensamiento único liberal y social liberal ha prohibido reflexionar democráticamente en otro camino», ha escrito Sami Naïr. Son asuntos muy concretos, que buena parte de los franceses mirará con lupa antes de votar en las legislativas de junio.
En el escenario internacional, desde luego, la propuesta de un «pacto de crecimiento», es envite mayor. No contra Europa, sino contra el dogma de los ultras y de la derecha alemana más dogmática. Lo más probable es que se presente como reforma «complementaria» y no como alternativa de la herencia del eje Merkel-Sarkozy. Y contra lo que se cree, el eje histórico franco-alemán estaba ahí ausente. Esa extraña alianza partidista poco ha tenido que ver con la visión de De Gaulle cuando visitaba Alemania en plena guerra fría o con la posterior relación europeísta Kohl-Mitterrand. Porque somos víctimas de un período de histeria ideológica, de un remedo de visión europeísta. Y el doctrinarismo economicista de los mercados, nos ha situado a muchos lejos de esos puritanos, sólo virtuosos de la destrucción de los derechos sociales. Hemos viajado a los campos de la resistencia indignada para defender Europa.
Hollande, tras el relevo en El Elíseo, ha viajado a Berlín. Tras el encuentro con Merkel, viajará a Estados Unidos para las cumbres del G-8 y de la OTAN. Con Obama, hablará –esperemos, esperemos- de algo más que de «mecánica de los mercados». También de Afganistán, de la retirada. De nuevo, quizá, un desbloqueo.
Y sin embargo, no todo es de color de rosa. Francia tiene un déficit del 5,3 por ciento, Hollande mantiene el compromiso de disminuirlo hasta el 3 por ciento (en 2013). No hace profesión de fe contra la biblia economicista al uso. Pero el fundamentalismo «de los mercados» ha llegado a tal punto que –por el momento- nos conformamos con que callen un tiempo los sacerdotes de la «mecánica del mercado». No sólo en Francia, sino entre una ciudadanía europea exhausta por la prolongación de los malos tratos. El demoledor puritanismo merkeliano aumenta la precariedad y ha multiplicado los mini empleos en Alemania, el desempleo en otros países. Funciona con amenazas de diluvio y doctrinarismos. Así que debemos esperar otra Europa. Incluso con otra derecha que se parezca a la que participó en los inicios de la construcción europea. Y cabe esperar que el discurso extremista no avance en las legislativas, a pesar de los esfuerzos de Sarkozy.
Porque si fracasa Hollande, fracasaríamos un poco todos, incluso la izquierda que está ahora en las trincheras de la resistencia social. En la derecha, los Villepin de turno tampoco tendrían ya apenas posibilidades de ser entendidos. Quedaría abierto, expedito, el camino hacia ese retorno al pasado oscuro que representan los nazis griegos y, en menor medida, Marine Le Pen. De modo que no será un camino de rosas para François Hollande, ni para nadie. Rompa con el estrellato, dé credibilidad a su presidencia, ayude a reconstruir el tejido social roto en Europa. Ganaremos todos.
Dominique de Villepin (otro de las víctimas de la furia sarkozysta) ha dicho de él: «Il a l'étoffe». Es decir, tiene el paño, tiene lo que hay que tener... Esperemos que sea así, que lo tenga. Suerte, monsieur Hollande, en los esfuerzos para devolvernos un cierto retorno a la «síntesis» y a los «equilibrios».