El «Poema de Gilgamesh» cuenta, desde sus orígenes, la transformación en héroe del rey tirano de Uruk, hijo de la diosa Rimat-Ninsun y de Lugalbalda, y su posterior consagración como divinidad. Posiblemente su existencia haya sido real (incluso algunos hechos históricos que se cuentan, dada la preponderancia cultural de la ciudad de Uruk, de la que era rey, a finales del cuarto milenio A.C.), pero el protagonista del poema no es sino una imagen literaria en la que confluyeron una serie de tradiciones.
Los sumerios divulgaron sus hazañas escritas en tablillas de barro cocido y gracias a esta labor el mito de Gilgamesh es parte importante del legado cultural de una de las más antiguas civilizaciones.
La diferencia del «Poema de Gilgamesh» con composiciones épicas similares de la antigüedad, como «La Iliada» o «La Eneida», es que en la obra sumeria no se cuentan guerras y enfrentamientos entre pueblos sino de hombres entre sí (con Umbaba, el guardián del Bosque del Cedro) o con monstruos (como Toro Celeste), hazañas con las que el héroe apuntala la gloria de su inmortalidad. Antes que a las hazañas colectivas de los pueblos, se presta aquí más atención al alma humana y a sus estados de ánimo ante el sufrimiento y la muerte, incluyendo la preocupación por el más allá.
En la primera mitad de la obra la figura de Gilgamesh es poderosa, dedicado a desarrollar gestas gloriosas para perpetuarse en la memoria de sus súbditos. Tras la muerte de su amigo Enkidu, la certeza de que Gilgamesh va a correr la misma suerte provoca en su ánimo un dolor sin consuelo y una angustia que le empuja a buscar una vida eterna, como la que gozan los dioses. Para ello busca a Utanapishti, un personaje mitológico, único superviviente del diluvio, que poseía el secreto. Lo busca afrontando peligros sin cuento a través de caminos poblados de escorpiones de aspecto humano y del Océano donde se agitan las Aguas de la Muerte. Cuando lo encuentra, Utanapishti le revela el secreto de la inmortalidad pero para ello Gilgamesh debe someterse a la prueba del sueño. El poema termina con el regreso a Uruk, donde el héroe vuelve a tomar su dignidad de rey.
En «El poema de Gilgamesh» ya están presentes algunos de los temas que van a perpetuarse a lo largo de la literatura posterior: la bajada a los infiernos, los sueños premonitorios, la magia y el encanto del bosque o la resolución de acertijos.
Los primeros libros
El escritor venezolano Fernando Báez, autor de una «Historia universal de la destrucción de libros» (Destino, 2004) se ha sumergido en esos primeros años de escritura para investigar acerca de los primeros libros de la historia. El resultado es un monumental volumen de más de 600 páginas titulado «Los primeros libros de la Humanidad. El mundo antes de la imprenta y el libro electrónico» (Fórcola).
Aunque la escritura surgió unos 500 años antes, los primeros libros se confeccionaron al filo del tercer milenio A.C. en santuarios o en talleres de Mesopotamia, en forma de tablillas portátiles fabricadas con arcilla, en las que ya se registraron en escritura cuneiforme los primeros géneros: mitología, épica, crónicas, conjuros, textos amorosos. La primera biblioteca con estos textos fue la que el rey Asurbanipal fundó en su palacio de Nínive, cuyos restos aparecieron en 1849 durante unas excavaciones dirigidas por el arqueólogo Henry Austin, en las que se encontraron más de 20.000 de estas tablillas.
En todo el mundo se conservan más de 500.000, y hay miles de fragmentos dispersos, muchos de ellos en manos privadas. Además de «El poema de Gilgamesh», otros libros escritos en tablillas fueron las «Instrucciones de Surupak» (2600-2700 A.C.), el «Himno a Nanshe», «La Elegía de Dumuzi», «Job sufriente» (todos anteriores al 2.000 A.C.) y el «Enuma Elish», poema de la creación babilónica, datado hacia el 1800 A.C.
Los nuevos soportes: libros de papiro y pergamino
Durante el tercer milenio A.C. Egipto inventó el papiro, que fue utilizado sucesivamente por persas, arameos, sirios, griegos, árabes y romanos. Uno de los libros más antiguos encontrados en este soporte es «El libro de los muertos» (escrito originalmente sobre piedra), pero también hay papiros antiguos con obras de clásicos griegos. Los escritos de Homero eran los que gozaban de mayor popularidad, junto a las comedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides y las historias de Heródoto, Tucídides y Jenofonte.
Cuando Ptolomeo V se negó a exportar más papiro, con el fin de aniquilar la fuente de trabajo de los bibliotecarios de Pérgamo, estos tuvieron que sustituirlo por un nuevo soporte, el pergamino, cuyo nombre deriva del de esta ciudad. El pergamino iba a resultar más maleable y práctico que el papiro, al que fue sustituyendo progresivamente.
La forma de rollo se mantuvo durante mucho tiempo para alojar los textos escritos sobre pergaminos, aunque era un sistema incómodo para los lectores. El formato que lo sustituyó, más manejable, fue el códice, que iba a perpetuarse durante más de mil años, desde la Antigüedad tardía hasta la Edad Media. Su aspecto es más parecido al del libro actual. En los siglos VIII y IX experimentó una fuerte expansión debido a la cultura monástica y al impulso de las nacientes universidades. Durante el imperio bizantino el libro conoció una época de esplendor gracias al impulso de emperadores como Constantino, bajo cuyo mandato se llevaron a cabo recopilaciones de textos clásicos, como el «Excerpta Constantiniana», que pasa por ser el volumen más grueso de la historia.
Los bizantinos utilizaron papiro, pergamino y también papel, e impulsaron la actividad de copistas, coleccionistas, lectores y traductores. La caída del imperio despertó la preocupación por la desaparición de los grandes textos a manos de los bárbaros y fue el origen de la instalación de bibliotecas y de la creación de escriptorium (escuelas de copistas) en los monasterios. También el emperador Carlomagno impulsó la fundación de estas escuelas, junto a las bibliotecas. En su época se publicó el libro que algunos historiadores califican como el primer best-seller: «Las Bodas de Mercurio y Filología», del cartaginés Marciano Capella.
En la Edad Media se escribieron algunas de las grandes obras literarias de la humanidad como «La Divina Comedia» de Dante, «La Summa Teológica» de Tomás de Aquino, «El Cantar de los Nibelungos», «Los viajes de Marco Polo», «El Cantar de Mio Cid», «El Libro del Buen Amor» de Juan Ruiz, «Las Coplas» de Jorge Manrique o «La Celestina». Pero también se perdieron muchas obras clásicas a causa de la prioridad concedida a los textos religiosos sobre el resto.
La escasez y el coste de los pergaminos hizo que los manuscritos de textos clásicos originales fueran borrados para escribir sobre ellos sermones y tratados teológicos, dando lugar a los denominados palimpsestos, una práctica que se mantuvo durante más de 200 años, entre el 550 y el 750. Los monasterios tenían depósitos enteros con códices de autores paganos que iban borrando a medida que necesitaban pergaminos. Se dice que «Las Etimologías» de Isidoro de Sevilla fueron mortales para decenas de autores clásicos griegos. Gracias a las nuevas tecnologías se han podido rescatar algunos de los textos sepultados.
La Biblia y el Corán
En el año 200 A.C. diversos escritos dispersos de un texto que pudo haber sido escrito por Moisés más de 1250 años antes, fueron formalizados por escribas sobre pergaminos en una estructura definitiva. Los originales de la Biblia hebraica se perdieron o fueron destruidos y los que hoy se conocen son copias de estos, las más antiguas de las cuales (al menos 2000 años) son los manuscritos del Mar Muerto, descubiertos en varias cuevas y conservados en muy buen estado en vasijas de barro. En Qumrán y Masada se encontraron rollos con los testimonios más antiguos del Génesis, el Deuteronomio y los Salmos. La Biblia (el libro) tomó su nombre de Biblos, el puerto de donde habían salido miles de papiros hacia las más importantes ciudades del Mediterráneo. Los cristianos adoptaron la Biblia como testimonio del sentido de la existencia y la misión de Jesús, lo que aumentó el interés de este libro sagrado fuera del ámbito judío.
Por su parte, a la escritura del Corán se le atribuye un origen divino. La mayor gloria del musulmán es memorizarlo y se cree que recitado de cierta manera produce milagros. El texto es el resultado de una compilación iniciada en el siglo VII por los compañeros de Mahoma, quienes sirvieron como escribas de las revelaciones que supuestamente le hizo el ángel Gabriel. Fueron escritas sobre hojas de palmera, huesos de camello, piezas de madera y pergaminos, por lo que tampoco se conserva el original. Las muestras más antiguas del Corán (entre el 657 y el 690), en pergamino, fueron descubiertas en 1972, muy deterioradas, durante la restauración de la Gran Mezquita de Saná. Se cree que ningún cambio se ha producido nunca en el texto del Corán porque se dice que quien lo transcribe bien recibe el perdón de Alá por cualquier pecado cometido.
Otras voces, otros ámbitos
El libro de Fernando Báez no se ciñe al ámbito occidental y del Medio Oriente sino que se interna en la cultura de China, India e Indonesia, y en los primeros escritos de mayas, aztecas e incas. Resulta fascinante el capítulo dedicado a Mali y a Tombuctú, uno de los centros más importantes del mundo antiguo, con vínculos con La Meca, Constantinopla y Al-Ándalus, donde funcionó la primera universidad del mundo, la de Sankore Masjid, y que poseía algunas de las más grandes bibliotecas, algunas de ellas fundadas por familias moriscas de godos islamizados exiliados de España, que transportaron sus libros manuscritos en caravanas a través de desiertos y parajes inhóspitos. Hace unos años varios intelectuales firmaron un manifiesto solicitando ayuda para conservar más de 3000 manuscritos en peligro que pertenecieron a una familia exiliada de Toledo.
En el siglo X A.C. los chinos escribían sobre bambú, material que hacia el 700 A.C. sustituyeron por la seda, el soporte en el que ya se escribió el «Tao Te King» de Lao Tse. Fueron los chinos los inventores del papel en el año 205 de nuestra era, material que pasó a Europa a través de España en 1151. Los chinos afirman además que el inventor de la imprenta fue Bi Sheng, quien ya habría desarrollado tipos móviles con arcilla entre 1041 y 1048. Los libros chinos influyeron decisivamente en la industria editorial japonesa, que produjo obras tan importantes como el «I Ching» y que crearon una gran literatura, muchas de cuyas obras fueron escritas por mujeres, como el «Gengi Monogatari», considerada como la primera novela, escrita por la misteriosa Murasaki Shikibu (existe edición española en Destino).
En relación con las culturas maya, azteca e inca, el autor destaca la labor destructiva de los conquistadores españoles, que quisieron borrar el pasado para iniciar una nueva etapa. Así, en 1530, Fray Juan de Zumárraga quemó, junto con los ídolos, todos los escritos que encontró a su paso. El primer obispo de México decretó que todos los manuscritos simbólicos de los indios eran figuras mágicas, hechicerías y demonios, por lo que entregó a las llamas todas las librerías de los aztecas.
En todo el mundo la industria editorial fue creciendo a medida que se iba reduciendo el analfabetismo y el mercado iba sustituyendo a los escribas de las abadías y creando scriptorium en las ciudades. Cuando apareció la imprenta en Europa en el siglo XV, Francia producía más de un millón de manuscritos e Italia casi alcanzaba el millón y medio.