La plutocracia es una sociedad o un sistema gobernado o dominado por una pequeña minoría que concentra la mayor parte de la riqueza. Los ricos siempre fueron poderosos y siempre hubo elementos de la plutocracia en todas las sociedades.
Padres desesperados que no pueden pagar la escuela privada; familias que quedan sin asistencia médica porque las compañías mineras que contaminan su río también eluden los impuestos con que se pagaría su tratamiento; mujeres que solo duermen cuatro horas por equilibrar el cuidado de la familia y el hogar con un trabajo que genere ingresos; comunidades enteras expulsadas de sus tierras para dejar lugar a las compañías extranjeras; trabajadores con salarios tan magros que sufren malnutrición.
Esos son solo algunos de los informes publicados por colegas en los últimos meses. La gente se
Pero el grado de control que ejercen actualmente, el número de superricos que esencialmente compran poder político, la perserverancia casi imposible que se necesita para superar las relaciones públicas y los recursos legales y técnicos controlados por corporaciones y personas ricas, la mayor densidad de concentración de la riqueza en los países más grandes y la naturaleza global de los recursos, poder y conexiones acumuladas se combinan para excluir opciones democráticas significativas y espacios para una vida fuera de los valores materialistas de la plutocracia.
La lógica en la que se apoya todo esto -la codicia por el dinero, el poder y el control- es la antítesis de la preservación de un ambiente en el que prospere la vida. A lo largo de la historia, la humanidad ha soportado varios sistemas sociales y políticos desequilibrados.
Los orígenes de la economía de mercado se remontan a varios siglos atrás, pero solo en este se ha hecho tan monolítica y prácticamente con todo el mundo bajo su hechizo.
Vivimos en la era del hipercapitalismo: hemos ido más allá de la industrialización y del valor añadido hasta un punto en el que los financieros marcan las reglas; se podría decir que el sector de las finanzas ha llegado a concentrar el mayor poder político de la historia, en vez de uno que realmente produzca algo.
Un breve período de relativa igualdad en los países más ricos tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) dio lugar desde finales de los años 70 a una poderosa ideología de competitividad, de crecimiento sin fin y de ganancias ilimitadas. Esa forma de pensar la han diseñado de forma deliberada institutos muy bien financiados por aspirantes a plutócratas.
La falta de límites, el privilegio otorgado a la competitividad y las ganancias por encima de la cooperación y los bienes públicos, así como la capitulación de los gobiernos frente al poder del dinero, han hecho de la plutocracia moderna una realidad dominante que debe revertirse.
Los analistas suelen hablar de cómo las personas pueden «contribuir a la economía». Esta ya no facilita el funcionamiento de la sociedad, los seres humanos viven para servirle. La «libertad» se ha reconfigurado para referirse a la elección del consumidor en lugar de a la capacidad de determinar cómo ordenar la vida de la gente.
Hace unos años, se debatía bastante sobre el concepto de «pico petrolero», la posibilidad de que estuviéramos alcanzando el inicio del fin de los suministros utilizables de crudo. Pero podemos estar llegando a un punto más peligroso: el pico de la plutocracia, en el que la sociedad y el medioambiente ya no puedan sostener más la concentración de poder y de recursos.
Es preocupante escuchar sistemáticamente a colegas de todo el mundo mencionar el grado en que las personas con poder limitan el poder de las personas.
Las pruebas del pico de la plutocracia son:
* el hasta ahora bastante exitoso esfuerzo de los intereses empresariales para impedir medidas significativas en materia de cambio climático;
* la presión de una agricultura de propiedad restringida, grandes suministros, y alta tecnología que excluye a los pequeños agricultores, una gran proporción de los cuales son mujeres, que alimentan a la mayor parte de la población del planeta;
*la connivencia de gobiernos y empresas para obtener el control de la tierra y de los recursos naturales de las comunidades para generar ganancias para extranjeros privilegiados;
* la «carrera hacia el abismo» de los gobiernos que sacrifican ingresos mediante exoneraciones impositivas a fin de atraer a inversionistas extranjeros, aun cuando los beneficios no estén claros o son insignificantes;
* el fracaso de los gobiernos en la creación de leyes que protejan a los trabajadores de abusos que van desde la trata pasando por salarios miserables hasta condiciones laborales que suponen un riesgo inaceptable, en las que las mujeres soportan mayor precariedad, magros salarios y tareas inhumanas;
* el fracaso en el reconocimiento del abuso sistemático de los derechos de las mujeres en muchas áreas, pero en particular los profundos subsidios no compensados que ofrecen a las economías con su trabajo de cuidado no remunerado o mal pagado, pero que permite el funcionamiento de las familias y las sociedades;
* la presión sobre los países, y últimamente la connivencia entre gobiernos y compañías, para cambiar las leyes de protección al consumidor y comerciales para que las empresas extranjeras puedan dominar los mercados;
* el uso de la coerción, incluida la violencia, por parte de las élites poderosas de empresas privadas, movimientos fundamentalistas y regímenes represivos para controlar el cuerpo de las mujeres así como sus elecciones reproductivas y sexuales, su trabajo, su movilidad y su voz política;
* la presión para privatizar escuelas a expensas de una educación pública decente, pese a la total falta de evidencias de que los resultados vayan a beneficiar a alguien más que no sea a sus propietarios;
* el desprecio injustificado hacia el sector público, y el recurso de la mayoría de los países y las instituciones intergubernamentales donantes a la noción de «desarrollo encabezado por el sector privado», aun ante la falta de modelos positivos;
* la fetichización de la inversión directa extranjera en países de bajos ingresos a pesar de la evidencia contundente de que ningún país ha logrado un desarrollo sostenible con capitales extranjeros;
* la creciente coincidencia de intereses entre gobiernos, corporaciones y élites para limitar la libertad de acción de movimientos sociales y grupos de intereses públicos, estrechando el espacio político en todas partes del mundo;
* el creciente dominio que ejercen las grandes corporaciones y las personas más ricas en los debates y los procesos de la Organización de las Naciones Unidas;
* la descarada defensa ideológica de la desigualdad y la concentración masiva de poder y recursos de personas ricas y de los institutos que financian;
* que el creciente número de desastres y emergencias se vuelven oportunidades para generar ganancias, mientras que las áreas afectadas se rehacen según las reglas de los plutócratas;
* la negativa de los gobiernos a combatir la crisis de desempleo juvenil con programas de empleo público para atender la ya reconocida crisis en ciernes de la infraestructura deteriorada;
* la falacia de la escasez desvelada por la capacidad de los gobiernos para encontrar importantes sumas de recursos públicos para financiar guerras, rescates financieros, pero rara vez para programas que empleen personas, combatan el hambre y las enfermedades e impulsen la energía renovable;
La hiperconcentración de la riqueza en manos de unos pocos ha corrompido sistemas democráticos, tanto en los países ricos como en los pobres;
Necesitamos democratizar el poder. Pero eso no significa hacer un mejor seguimiento de las elecciones, sino que el poder sea más horizontal, más accesible a más personas que puedan involucrarse en la toma de decisiones.
No hay una sola receta para que eso suceda. Hay que intentarlo una y otra vez, todos los días, en todas partes, aumentando las conexiones para que no nos dejen afuera aquellos con dinero e influencia. Debemos ocupar espacios y no dejarlos, y luego ocupar otros.