Este pueblo desciende mayoritariamente de las tropas desplegadas por el imperio otomano en la Mesopotamia. Tras árabes y kurdos, los turcomanos son el tercer grupo étnico de este país, con una población que oscila entre 500.000 personas, según fuentes internacionales, y casi tres millones, según la propia comunidad.
«No hay peor lugar en el mundo para un turcomano que Tuz», asegura Muhtaroglu, líder local del Frente Turcomano, el principal partido político de este pueblo en Iraq. «Nos hemos convertido en las víctimas de una agenda para desplazar a nuestra población. Tan solo el año pasado alrededor de 500 familias abandonaron el distrito», añade.
Si los desplazamientos son una triste moneda de cambio en un país que se desgarra por la violencia sectaria, en esta ciudad de 60.000 habitantes adquieren una nueva dimensión.
Según la base de datos Iraq Body Count, el último ataque en Tuz se produjo el 8 de abril, cuando cuatro residentes murieron por el estallido de un coche bomba.
El ataque más brutal hasta la fecha fue el de enero de 2013, cuando 42 miembros de la comunidad murieron en un ataque suicida durante la celebración de un funeral.
Durante el mandato Saddam Hussein (1979-2003), la localidad pasó de la gobernación de Kirkuk, de mayoría kurda, a la vecina de Saladino, donde predominan los árabes, en el marco de una campaña de arabización de la región norte.
Kirkuk y Tuz Jormato son dos de varios «territorios en disputa», cuyo estatus habría de definirse en un referendo que se viene aplazando desde 2007.
Hanna Mohammad, única candidata de Tuz a las elecciones generales programadas para el 30 de este mes, asegura a IPS que una región independiente sería la solución más conveniente. Ella se postula «porque es más fácil para una mujer salir elegida». Muchos de sus votantes potenciales viven en el barrio turcomano de Tuz.
«Si va usted allí, comprobará que hemos construido nuestra propia prisión como única forma de sobrevivir», lamenta la candidata de 40 años.
Voces desde el matadero
Es fácil llegar hasta allí, porque es imposible no topar con los muros de hormigón levantados en el centro de esta localidad.
Pasar la empalizada, con un perímetro de un kilómetro, solo es posible en los puestos de control gestionados por policías locales como Samir D, quien explica que fueron los habitantes los que empezaron a construirla hace dos años, para evitar coches bomba como el que mató a su hermano hace tres. Sigue sin ser suficiente.
A pocos metros de allí, Mohammad Hamid señala el lugar exacto en el que perdió a su hija en septiembre. Hanna, de 10 años, murió sepultada bajo el muro que rodea la entrada de su casa, por una explosión que se produjo en la de enfrente, que pertenecía a una familia turcomana de la que dos de sus miembros resultaron heridos.
Las calles en este distrito no están asfaltadas, por lo que a Ahmed B no le resulta demasiado difícil cavar una zanja en la suya. El objetivo es meter un tubo para canalizar el agua servida y evitar el olor y, sobre todo, que sus dos sobrinos enfermen mientras juegan al aire libre. Son los hijos de su hermano muerto en una explosión hace seis meses.
Zohaila, madre de Ahmed, sigue desconsolada: «Ofrecimos a Ahmed a la viuda de su hermano, pero esta no aceptó, y yo apenas puedo hacerme cargo de todo con los 150.000 dinares mensuales (unos 125 dólares) que me pagan por cachear a las mujeres a la entrada de la mezquita», explica la anciana turcomana de riguroso luto.
En los alrededores de la mezquita del imán Ahmed la iconografía chiita es omnipresente: desde los retratos del imán Alí, descendiente legítimo de Mahoma según esta rama del Islam, hasta los de Moqtada al-Sadr, líder político y religioso y una de las figuras clave en el Iraq pos-Saddam Hussein. Tampoco faltan las fotografías de los muertos en atentados.
El policía Massud M culpa del desastre a «terroristas que no tienen raza ni religión», una respuesta que parece una frase hecha entre muchos residentes.
Durante una reunión en octubre con el embajador de Estados Unidos en Iraq, Robert Stephen Beecroft, el ministro para los Derechos Humanos, Mohammad Shia al Sudani, admitió que «la definición legal de genocidio es aplicable a las minorías iraquíes como los yazidíes, los turcomanos y los chabaquíes».
En su informe de mayo de 2013, el Instituto para el Derecho Internacional y los Derechos Humanos se refirió a un «serio deterioro de la seguridad en la zona debido a las crecientes tensiones entre el gobierno kurdo y el de Bagdad».
La institución, con sedes en Bagdad, Washington y Bruselas, hablaba de una creciente actividad de grupos armados de diverso corte étnico y religioso, y recogía las denuncias de miembros de la comunidad turcomana presuntamente intimidados por las fuerzas de seguridad kurdas, dominantes en la zona.
Arsad Salihi, uno de los siete parlamentarios turcomanos, suscribe este análisis.
«Nuestro sufrimiento se debe a que nos encontramos entre árabes y kurdos; llegar a un acuerdo con unos significa enfrentarse a los otros», explica Salihi desde su residencia en Kirkuk.
El dirigente político turcomano culpa de los asesinatos a «terroristas de todos los colores», y asegura que no descartaría una eventual integración a la norteña Región Autónoma Kurda. Para ello, dice, «debería ponerse fin a las continuas arbitrariedades que cometen los kurdos con la comunidad».
Esas supuestas irregularidades son tajantemente refutadas por el legislador Jalid Schwani, de la Unión Patriótica del Kurdistán, quien apuesta por llegar a «acuerdos directos con árabes y turcomanos».
«En el caso de Tuz Jormato, volvería a (la gobernación de) Kirkuk, y Saladino podría quedarse con Hawiya», una localidad de mayoría árabe en el oeste de Kirkuk.
Pase lo que pase, el residente Ihmat Altun dice que no lo verá: «Mañana me marcho con mi familia a Estambul. No me quedaré a esperar que nos sacrifiquen en este matadero», asegura este peón de obra desde su desvencijada camioneta, justo antes de que el guardia levante la valla de acceso.