Digámoslo rápido: un problema grave del libro electrónico es que se trata de un dispositivo que compite –sin tregua posible- en la guerra de las galaxias de la multiplicidad de pantallas. Y a esa falta de singularidad, se unen otros inconvenientes: los riesgos fáciles, habituales, del deterioro del material informático, que pueden afectar a su funcionamiento; su facilidad de modificación, caprichosa, por parte de la ingeniería del ramo; la espada de Damocles de su posible descarga, quizá en medio de un capítulo emocionante. Además, si un libro impreso cae al suelo, no se rompe. Y como dice Roberto Casati («Contro il colonialismo digitale», Roma, 2013), un libro impreso «es ergonómicamente perfecto: está hecho para el ojo y para la mano. Es un tipo de objeto que no envejece; de hecho, en 400 años no ha sufrido grandes innovaciones».
Lectura (política) compulsiva o en profundidad
Hay que añadir que las pantallas propician un tipo de lectura distinta, compulsiva, nerviosa, transversal, llena de impaciencia. Varios estudios prueban que raramente terminamos de leer lo que se nos presenta en la pantalla. La lectura electrónica puede estar mejor en lo que se refiere a los libros de textos o relatos breves, de citas o fórmulas caseras, de bricolaje o reparación de objetos, de consultas rápidas de asuntos médicos o de consulta urgente. También la wikipedia es un gran hallazgo, muy elogiable; pero la calidad de la lectura electrónica –en otras ocasiones- disminuye al aproximarnos a la gran literatura o a los ensayos. Casati afirma que los llamados ebooks no invitan al sostenimiento de lo que llama «lectura en profundidad».
Y no sirve pretextar otros avances innegables, como decir que la movilidad del teléfono es un progreso, que lo es; que la fotografía se ha enriquecido y democratizado con su desarrollo informático, que es verdad; que la consulta de datos se ha acelerado, porque eso es innegable. El problema es preciso: «La cultura es un fenómeno muy complejo, que no está sólo ligado a la función comunicacional, sino también a las prácticas sociales», reitera Casati. El libro impreso, según él, forma parte de un cierto ecosistema cultural, es un objeto de intercambio entre las personas. Produce una relación íntima entre el autor y el lector. Forma parte de un medio ambiente determinado. Así que eso está amenazado. La lectura profunda está amenazada.
Otros problemas del ataque, muchas veces encubierto, al libro electrónico tiene que ver con la voluntad monopolística de las multinacionales. En Francia, acaban de prohibir a Amazon rebajar los precios del libro que allí son bajos y fijos. En una cultura en la que el espíritu libresco es parte sustantiva de su conciencia, de su forma de estar en el mundo, la delicada red que forman el sistema de enseñanza (pública), las librerías, un determinado tipo de lector, de ciudadano, su relación con los autores y con el debate intelectual, pueden quedar sometidos a la agresividad comercial de intereses espurios. Para éstos, se trata de introducirse en mercados ajenos (poco a poco, el discurso «buen rollito» es fundamental) hasta terminar imponiendo sus criterios, sus concepciones políticas... y sus precios.
Cambios, multiplicación de formatos y reflexión
De modo que presentan siempre como una fatalidad (encubierta) sus métodos de distribución y sus novedades técnicas. Todo lo que sea posible, debe ser ejecutado ineludiblemente. También en el terreno político. Afortunadamente, varios países han terminado dando marcha atrás en sus avances hacia el voto electrónico (véanse los problemas habidos en las últimas elecciones europeas en Bélgica). El debate no es sólo sobre técnicas posibles: hay que hacer prevalecer la idea de control verdaderamente democrático. Y ahí el voto electrónico, otro campo de reflexión, parece que escurre el bulto. Hay un punto en el que no es posible estar seguros de que lo que nos proponen los profetas del mundo digital es lo mejor para la sociedad. Las ingenierías electrónicas han explotado y -aliadas a empresas del ramo con tentáculos en todo el planeta- vomitan respuestas tecnológicas a demandas sociales -con frecuencia- inexistentes. Todos los días no pedimos lo que nos ofrecen. ¿Lo necesitamos?
Los miniordenadores, el iPad, las tabletas, sustituyen –a su vez- al libro electrónico. Casi lo hacen innecesario. Aunque lo que más importa a sus promotores es que son siempre -muy especialmente- un escaparate comercial. ¿Queremos que prevalezca esa vitrina o la idea de lectura reposada? ¿Tendrás paciencia suficiente para terminar estas líneas, si tienen algún interés para ti? (Al menos, como autor, garantizo mi propia voluntad de terminar este texto aportando lo que honestamente creo una idea merecedora de debate).
Porque todo lo anterior implica cambios de todo tipo. En muchos sitios desaparecen los bancos públicos, con el pretexto de que duermen en ellos los mendigos. También están desapareciendo las lamparitas de lectura de trenes y hoteles. Se supone que también tenemos que estar ante una pantallita en esos lugares. Doy la bienvenida al wifi en un parque que frecuento, pero no me gustan los ataques al silencio reflexivo por parte de las multinacionales digitales. Según Casati, «esas enormes cadenas de distribución (Apple, Amazon, Google) disponen de hordas de robots infatigables e hiperinteligentes que leen lo que leemos, que nos aconsejan, con benevolencia, lo que tenemos que leer. El argumento es que lo leen otras personas «como nosotros». Intentan colonizar nuestras casas y nuestras escuelas con aparatos y ordenadores a los que nos hemos habituado -cada vez más espectaculares, más bonitos-; pero que no se muestran como lo que son: escaparates de grandes almacenes en búsqueda de compradores compulsivos». Estamos ante una ideología (con intereses) que rechaza a quien osa levantar el dedo para preguntar. No hay duda, ni precaución posibles. Hay que obedecer sin rechistar.
Colonialismo mental, botoneo y memoria
Desde luego, la repetición de conceptos no probados, ideológicos, forman parte de ese sistema que Casati califica de «colonial». ¿Cómo, aún no estás en Facebook?, te dicen. Se trata de un retórica agresiva que ridiculiza a quien se atreve a cuestionar lo más mínimo. El libro, las elecciones democráticas o la escuela son campos de batalla. Delicados campos de lucha. El arma principal del enemigo es nuestra dispersión mental, característica de los tiempos. La navegación (en la Red) a cualquier precio, a todas horas, puede embrutecer, digan lo que digan los gurús de las multinacionales del ramo. De modo que hay que seleccionar qué tipo de lecturas mejoran y cuáles no en los formatos electrónicos. Si leo la receta del ajoblanco en internet, no se caerá el mundo de la impresión; si busco un dato en mi listoteléfono, tampoco. Pero no es lo mismo con un gran ensayo filosófico. Fue escrito (debe ser escrito) para otro ritmo. Y sólo con ese ritmo, cumplirá su función: ahí regresan el libro impreso y la lectura en profundidad.
En esta guerra multiforme, lo que está en juego es nada menos que nuestra capacidad de concentración ante el pensamiento más profundo. El ruido electrónico, que surge de la voracidad inabarcable de determinados intereses, es enemigNovedad o pérdida cultural irreparableo de la fuerza interior que carga nuestras baterías biológicas, que nos defiende como seres inteligentes. Ulises se ató al mástil y se tapó las orejas para protegerse del canto de las sirenas. El zapping («botoneo», según algunos viejos de mi pueblo) atenta contra la atención y el aprendizaje. Contra nuestra memoria, que es fundamental para el razonamiento.
Está claro que las nuevas tecnologías nos fascinan y representan avances, pero hay que tener cuidado. No siempre sustentan, ni son por sí mismas el formato cognitivo ideal. Hay mucha gente, no sólo joven, que apenas contesta al teléfono porque considera «agresiva» la conversación oral. Y que no nos vengan con la memez esa de los «nativos electrónicos»: este mismo artículo está escrito en una publicación digital. Si hay supuestos nativos digitales, nosotros -con algún año más- también lo somos.
Desarrollo digital sin miedos ni profetas impacientes
Hace tiempo cité en este mismo ámbito el libro más conocido «Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?» (de Nicholas Carr), que debate la relación de nuestras herramientas mentales tras décadas de influencia del universo digital. Carr compara las terminaciones nerviosas con el interior de los dispositivos electrónicos. Y frente al libro electrónico, en cualquiera de sus pantallas o formatos, dice también: «La linealidad del libro impreso se quiebra en pedazos; y con ella la calmada atención que induce en el lector». De nuevo se refiere a la multiplicación de puntos de atención y a las distracciones constantes (inevitables) que produce la lectura electrónica: «... hemos arrinconado la tradición intelectual de solitaria concentración en una sola tarea, hemos arrinconado la ética que nos había conferido el libro impreso. Nos hemos pasado al bando de los malabaristas». Ni Carr, ni Casati, se oponen al desarrollo digital; pero ambos tratan de valorarlo en conjunto, no por sus ocurrencias extemporáneas, ni por los intereses de los gurús digitales. Carr se refiere a la «oscura profecía» de Kubrick en la película 2001: el robot Hal dice tener miedo frente a un humano que actúa implacable, como un robot.
Novedad o pérdida cultural irreparable
En realidad, muchos de estos problemas son sólo técnicamente nuevos. No lo son desde el punto de vista filosófico y social. Los pasos paulatinos desde las escrituras ideográficas, cuneiformes o jeroglíficas se hicieron discutiendo también los materiales de escritura (piedra, papiro, tablas de cera, pergamino). La invención del papel no tuvo que ver con los avances desde las escrituras no alfabéticas; pero hubo una reflexión sobre sus ventajas o inconvenientes. La imprenta rehízo las tipografías, las adaptó.
Y estaba claro que la iniciativa tuvo que tener en cuenta el poder político, casi siempre autoritario. ¿Cabe ahora dar por sentado que sólo hay avances democráticos en nuestro contexto digital? El salto de las primeras formas de escritura (esquemas de dibujo) hasta convertirse en alfabetos fonéticos (algunos siguen siendo sólo preferentemente consonánticos, como el hebreo o el árabe), fueron inventos geniales. Fueron también decisiones culturales y políticas. En algunos casos (el idioma turco o el anamita, por ejemplo), la imposición del alfabeto latino (adaptado, con signos propios) funcionó bien; en otras ocasiones (el chino, es el mejor ejemplo), diversos especialistas piensan que esa conversión produciría una pérdida de riqueza cultural irreparable.
Es posible que suceda lo mismo con las lenguas derivadas del sánscrito. Charles Higounet («L'écriture», París, 1955) se refiere a las multiplicidades tipográficas. No nacieron con el documento Word aunque muchos lo crean así. Y afirma que «en el plano lingüístico los problemas de la escritura deben conducir a una solución que favorezca 'la difusión de una civilización común', que conserve las formas gráficas fundamentales, que no pueden romper deliberadamente con lo que inventaron las civilizaciones de Byblos, con la Francia carolingia (* una especie de Unión Europea primigenia) o con los inventos renacentistas, que llegaron hasta nosotros modelados y depurados».
La colonización comercial de nuestras mentes es un asunto que merece algo más que fábulas de gurús, aunque sean digitales. Porque nosotros podemos ser tan «nativos digitales» (qué mentira tan precisa) como un adolescente cualquiera que juega con su playstation. Y hasta mañana por la mañana, por lo menos, el libro impreso, la contemplación de los libros que se acumulan en el salón de mi casa, en esas estanterías atiborradas de memoria personal, me recuerdan todo lo que leí. La sola mirada hacia los lomos reconstruye paneles enteros de mi vida y mi memoria. Y de lo que me queda por leer, me cuenta cómo eran mis días cuando lo leí. Todo eso no es fácil sustituirlo y no sé si es conveniente proponerlo a quienes han nacido bajo la amenaza de desconocer ese mecanismo mental.
Hasta hoy, la distracción que conllevan los hipertextos y mis lecturas electrónicas –horas y horas diarias- están muy lejos de enriquecerme del mismo modo. Quizá lo hacen de otro modo, pero siento que pierdo algo fundamental si me alejo de mis libros. Y no sé si Gutenberg ha muerto, pero los predicadores contra el libro impreso dan la impresión –muy frecuente- de hablar como papagayos que ignoran lo que recitan con tanto fanatismo.