La intensa competencia por la Presidencia de Brasil entre la mandataria, Dilma Rousseff, y el candidato del centroderechista Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), Aécio Neves, se saldó el 26 de octubre con la reelección de Rousseff.
Como sucede en las reelecciones, no va a existir un período de «luna de miel» para el gobierno que oficialmente comenzará el 1 de enero de 2015. Los votantes esperan que se ponga a trabajar de inmediato y hasta que ofrezca algunos resultados en un breve plazo.
Es indudable que Rousseff, candidata por el Partido de los Trabajadores (PT), de izquierda moderada y que gobierna el país desde 2003, encara una difícil situación. La economía está en un punto muerto y las perspectivas para el año próximo no son mejores.
La inflación durante la primera administración de Rousseff (2011-2015) ha estado casi siempre por encima del techo del 6,5 por ciento fijado por su propio gobierno y las estimaciones para 2015 no prevén una reducción.
La posición de la balanza de pagos muestra un elevado déficit en las transacciones corrientes y marcada dependencia del sector exterior. Los grandes programas de inclusión social que tuvieron un éxito notable en el pasado reciente, están exigiendo una remodelación.
Finalmente, durante la campaña electoral estalló un escándalo sobre casos de corrupción en la administración y en empresas estatales, incluida Petrobras, la semipública y gigantesca corporación petrolera. En este plano se aguarda una rápida y firme reacción del gobierno.
Esto no tiene una relación directa con otro tipo de problemas, los vinculados con la formación de gobiernos que, en el sistema político brasileño, requiere el armado de coaliciones con partidos políticos que están más interesados en el regateo que en debates sobre principios o programas gubernamentales.
Debe quedar claro que la situación actual de Brasil es problemática en algunos frentes, pero en modo alguno es catastrófica, tal como la oposición ha querido infundir durante la campaña electoral.
El cuadro es menos sombrío, por ejemplo, que en Europa occidental, donde hay varios países con las economías devastadas por una irracional adherencia a la política de austeridad impuesta por un grupo de gobiernos guiados por Alemania.
Pero tampoco se trata de problemas que el nuevo gobierno pueda tomar a la ligera El primer desafío económico que Rousseff deberá afrontar es la llamada «maldición» que Brasil soporta desde que, hace 20 años, se consiguió controlar la inflación.
El Plan Real, introducido en 1994, apuntaba a abaratar los bienes de consumo a través de las importaciones, con la liberalización del comercio exterior y la revaluación de la nueva moneda nacional, precisamente el real. Para revaluar el real era necesario atraer capitales extranjeros, lo que a su vez exijió el sostenimiento de altos tipos de interés, en niveles superiores a los que pagan otros países.
Las tasas de interés elevadas eran también necesarias para el control de la demanda interna. Pero esta medida y la revalorización del real redujeron la competitividad de los productos nacionales, particularmente en el sector manufacturero, que es muy sensible a las variaciones de las paridades monetarias.
El resultado es que la economía brasileña ha vivido vaivenes durante los últimos veinte años, alternando períodos en los que la devaluación del tipo de cambio permitió alguna expansión industrial a costa de acelerar la inflación, seguidos de un control inflacionario que deprimía el sector industrial.
El presidente Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), del PSDB, fue prisionero de este dilema, como lo han sido sus sucesores Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011) y Dilma Rousseff durante su primer mandato, cuando tuvo el mérito de plantear claramente que Brasil debe desmontar la trampa antiinflacionaria, aunque no lograra avanzar en esa meta.
Ahora, con la economía internacional debilitada y la previsión de que la recuperación llevará tiempo, Rousseff debe hallar la manera de promover el crecimiento sin incentivar la inflación y acrecentar la vulnerabilidad externa, es decir, sin aumentar el volumen de las importaciones mientras las exportaciones declinan.
Además, contener la inflación es necesario porque los pueblos tienen buena memoria. Así como los alemanes aún conservan el mal recuerdo de la hiperinflación de hace casi un siglo, los brasileños no se olvidan de cuán difícil fue la vida con un índice de inflación de dos dígitos por mes.
Aunque se está lejos de repetir esa experiencia, los brasileños están atentos ante cualquier señal de que el gobierno pudiera descuidar el control del alza de los precios.
Por otra parte, tres años seguidos con el 6,5 por ciento de inflación anual implican una significativa pérdida de poder adquisitivo para quienes tienen salarios que no son adecuadamente actualizados. Por último, el gran éxito de los tres gobiernos sucesivos del PT, sus programas sociales y de redistribución de ingresos, necesitan ser renovados.
En septiembre, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), anunció que en Brasil el hambre ha dejado de ser un problema. Es sin duda una óptima noticia, pero también implica que hay que diseñar nuevas políticas sociales con objetivos más elevados. Concretamente, se trata de mejorar la calidad de vida de la población que fue sacada de la pobreza por los programas precedentes.
La creación de empleos, la educación y la ampliación del sistema sanitario son tareas más arduas que la reducción de la extrema pobreza mediante becas y subsidios. Para cualquier político se trata de grandes desafíos, pero lo son en particular para un gobernante reelecto, precisamente, para resolverlos.
Los ciudadanos brasileños están impacientes por ver como Rousseff los afrontará.