Según la Constitución esta alta representación se da en el ámbito de las relaciones internacionales y, especialmente, con las naciones con las que España mantiene fuertes lazos históricos. Por tanto, es lógico que una parte del discurso lo dedique a las relaciones internacionales. En esta parte, el discurso suena antiguo y es poco atrevido. Con cuatro párrafos introduce las tres regiones clásicas de la política exterior española: Europa, América Latina y el Mediterráneo, y los cierra con una mención a la globalización y la agenda global en el marco de las Naciones Unidas, sin señalar ninguna prioridad de esta agenda global.
La idea de que «Europa nos fortalecerá hacia dentro», es decir, Europa fortalecerá a España, tiene resonancias Orteguianas (España es el problema, Europa es la solución), pero conecta con una afirmación similar a la del presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, cuando hace pocos meses dijo que «la gran reforma de la Constitución española vendrá por Europa». Dice Felipe VI que «Europa no es un proyecto de política exterior, sino uno de los principales proyectos para el Reino de España, para el Estado y para la sociedad». Y en este punto habla solo de política exterior, que forma parte de las competencias del Gobierno y en ningún momento se referirá al concepto de acción exterior, más transversal, estratégico e inclusivo, ya que incorpora las acciones de los diferentes actores que actúan en las relaciones exteriores, entre ellas las que en función de sus competencias tienen las comunidades autónomas.
Hablar de Europa, en general, y no de la Unión Europea, en concreto, se presta a confusión. La Unión Europea debe formar parte de la acción exterior de España a pesar de no ser un proyecto de política exterior. Gran parte de la legislación y normativa española son transposiciones de la legislación de la Unión Europea, la política monetaria está en manos del Banco Central Europeo y las restricciones fiscales se han incluido en la propia Constitución española. Esta cesión de soberanía, también en materia internacional, no invalida una política exterior del Gobierno español, que debería adecuarse a la acción exterior de la Unión Europea y a su nuevo Servicio Europeo de Acción Exterior o a la política de seguridad y control de fronteras comunes, entre otros.
Vuelve al clasicismo de que «con los países iberoamericanos nos unen lazos muy intensos de afecto y hermandad... Y sobre todo nos une nuestra lengua y nuestra cultura compartida». La terminología «países iberoamericanos» también induce a confusión. El Real Instituto Elcano (RIE), del que el rey Felipe VI ha sido, desde sus inicios, y sigue siendo, su Presidente de Honor, en su informe sobre la renovación estratégica de la política exterior española publicado este 2014, argumenta que España se debería referir a «América Latina» en lugar de «Iberoamérica» para designar esta región. Da tres razones. La primera es que la mayor parte de los latinoamericanos se llaman de esta forma para referirse a ellos mismos y que, por consideración y respeto, debería optarse por decir «América Latina». La segunda es que todos los organismos internacionales utilizan la expresión «América Latina», así que el uso diferente por parte de España resulta confuso e incluso extravagante. La tercera es que «Iberoamérica» debería reservarse para referirse a la Comunidad Iberoamericana, es decir, la suma de América Latina más los países de la Península Ibérica. De esta manera, dice el informe del RIE, además de evitar confusiones, se refuerza la visualización internacional de uno de los ejes de la política española hacia América Latina, que es el fomento de las cumbres iberoamericanas, la Secretaría general Iberoamericana (SEGIB) y la relación entre las sociedades civiles de los dos continentes. Pues bien, este consejo que el Real Instituto Elcano da a la diplomacia española no es seguido por su Presidente de Honor. Y todo ello en un contexto de reformulación de las acciones de la Comunidad Iberoamericana, de agotamiento de las cumbres anuales y su consecuente bianualidad, de un cambio de la secretaría general que ha pasado de Enrique Iglesias a Rebeca Grynspan, y de una necesidad de hacer frente al cambio del papel de España debido a los recortes presupuestarios en la cooperación y al hecho de que los tradicionales receptores, ahora países de renta media, tienen nuevas necesidades para su desarrollo.
Ante estos retos, la persona que ostentará la más alta representación del Estado español en la próxima Cumbre Iberoamericana de Veracruz (México), el próximo diciembre, resuelve la cuestión con cuatro líneas de su discurso. Había que decir algo más y ser más preciso; por ejemplo, refiriéndose a los «países miembros de la Comunidad Iberoamericana de los que España forma parte». Y, para ser más elegante, hacer referencia a las lenguas en plural. El castellano es la lengua oficial del Estado español, pero no de todos los estados que forman parte de la Comunidad Iberoamericana. Decir que la lengua nos une y entender que esta lengua es el castellano es menospreciar Portugal y la potencia económica y política de Brasil en el espacio iberoamericano, en un momento en que esta economía emergente está marcando un perfil propio en el ámbito internacional.
En el último bloque regional, el del Mediterráneo, Oriente Medio y los países árabes, se insiste en el tópico de la interlocución privilegiada, sin hacer mención a que buena parte de las soluciones también vienen de iniciativas de la Unión Europea (que en el pasado España ha liderado) y sin tener en cuenta que esta «zona de tanta relevancia estratégica, política y económica» forma parte del espacio geopolítico español, ya que España es el único país de la UE que tiene frontera terrestre con un país árabe. No se podía resolver con cuatro líneas. La interlocución privilegiada no se da con todos los países de la región, ni es esta una región homogénea en valores, democracia, economía y estabilidad política.
Finalmente, cuando habla de la globalización, el discurso se caracteriza por la falta de compromisos y perfil propio. Decir que en un mundo cada vez más globalizado es necesario «asumir una presencia cada vez más potente y activa en la defensa de los derechos de nuestros ciudadanos y en la promoción de nuestros intereses», eso sí, «con la voluntad de participar e influir en los grandes asuntos de la agenda global» y en el marco de las Naciones Unidas, sin hacer mención a los valores y la defensa que implica este marco, sin ninguna referencia a la agenda de desarrollo post-2015, es un discurso vacío. No hacer referencia, por poner un ejemplo, a la contribución española en los objetivos de la agenda global y el programa de la UE contra el cambio climático, cuando España ha renunciado a las políticas anteriores de desarrollo de las energías alternativas, es no decir nada para terminar avalando la política del Gobierno. Mientras otros herederos de casas reales, como la británica, se han comprometido en la lucha contra el cambio climático, el discurso del rey Felipe VI queda atrasado y subordinado a determinados intereses económicos.
Felipe VI se presenta como un rey que quiere serlo de todos los ciudadanos. Ahora bien, en una monarquía parlamentaria con un Gobierno con mayoría absoluta, el riesgo es hacer un discurso de Gobierno y no de Estado. Desde CIDOB, institución que, tanto por su origen en 1973 como por su trayectoria, no es realista, pero sí leal a las instituciones e independiente de las mismas, a la vista del discurso de proclamación, no diremos que el rey está desnudo en cuanto a las relaciones internacionales, sobre todo conociendo su formación en la materia. Pero sí nos atrevemos a sugerirle un cambio de sastre para que en el futuro vista mejor y con más gusto su discurso internacional. Podría convocar a los sastres del reino, pero en caso de urgencia también, a pocos minutos del palacio, tiene otros muy buenos e internacionalmente reconocidos.