Fatimata Wallet Haibala está sentada con su hijo discapacitado en la falda junto a otras mujeres y adolescentes en una tienda de campaña. Podría ser una reunión de tuaregs en el desierto, pero están en el campamento de refugiados de Goudebo, Burkina Faso, a unos 100 kilómetros de su hogar en Malí. «La vida es más dura para las mujeres en el campamento», cuenta Haibala, quien vive allí con sus cinco hijos. «Tenemos que cuidar a la familia mientras los hombres deambulan libres».
Haibala es viuda y gana algo de dinero vendiendo leche en caja y azúcar que compra a otros refugiados fuera del campamento, donde vive desde hace un año. Escapó de Malí antes del inicio del conflicto en 2012, cuando una revuelta de rebeldes tuaregs, un pueblo nómada que se mueve por parte de ese país, Níger y Argelia, estalló en el norte. En abril, una coalición de grupos islamistas armados, aliados de la red extremista Al Qaeda, expulsó al Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad, como se llaman los tuaregs rebeldes y laicos.
La coalición islamista, integrada por Al Qaeda en el Magreb Islámico, el Movimiento de la Unidad y la Yihad en África Occidental (Muyao) y Ansar Dine, ha mantenido el control del territorio hasta que la intervención de fuerzas francesas y efectivos del ejército de Malí recuperaron la zona norte en enero. El conflicto ha dejado 150.000 refugiados en los países vecinos, 40.000 solo en Burkina Faso, además de 230.000 desplazados dentro de Malí. Todos los días llegan nuevos refugiados a este campamento. La mayoría son de «tez clara», como llaman a los árabes y a los tuaregs en Malí.
Temor a las represalias
El esposo de Haibala era un soldado tuareg leal al ejército de Malí que murió luchando contra una revuelta en Agelhok, en el este, en febrero de 2012. En cuanto los combates se acercaron a su hogar, Haibala decidió marcharse. Llegó a este campamento unos días más tarde, mucho antes de que los islamistas impusieran la shariá (ley islámica) en el norte. «Toda la gente de 'tez clara' se fue de Gao», otra ciudad del norte de Malí, relata. «Ahora escuchamos que nos persiguen, no veo el día en que regresemos», se lamenta Haibala, de 49 años.
Los combates continúan. El temor a las represalias es el principal motivo por el que no quieren regresar a sus hogares los refugiados que están en Burkina Faso. Los relatos de ataques contra gente de «tez clara», verdaderos o falsos, se mezclan con los dolorosos recuerdos de las revueltas tuaregs de los años 90, cuando el ejército maliense y grupos paramilitares ejecutaron a varios civiles tuaregs y árabes.
La organización Human Rights Watch, con sede en Nueva York, expresó en varios comunicados que el ejército maliense ejecutó a varias personas sospechosas de ser rebeldes islamistas o sus partidarios. Pero el presidente Dioncounda Traoré rechazó la acusación el hace unos días.
A salvo, por ahora
Entretanto, las mujeres del campamento se reúnen en una tienda de campaña para discutir sobre los rumores de violaciones y asesinatos. Ninguna de ellas presenció un hecho violento, pero les llegan historias. «Sabemos que algunos comerciantes fueron asesinados por el ejército en el mercado de Gao», comenta Fatma Targui. Más lejos, en otra tienda de campaña, Abou Haoula y algunos amigos beben té. Prevalecen las tradiciones en Goudebo y hombres y mujeres no se mezclan mucho.
Ellos llegaron en enero procedentes de Gao. Algunos vinieron en automóvil y otros a lomo de burro o de camello. Al cruzar la frontera con Burkina Faso, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) se hizo cargo de ellos. «Huimos por las bombas y los combates, fue demasiado. Una bala perdida pudo alcanzarnos. Tuvimos que marcharnos», explica Haoula, un hombre de unos 50 años.
Desde la invasión islamista, relata, hasta el inicio de los bombardeos recibían asistencia alimentaria desde Argelia y de Bamako de forma constante. Tras el ataque de las fuerzas francesas en enero, la vida se detuvo y también las donaciones de insumos. En ese momento, Haoula y otros refugiados decidieron irse. «El Muyao fue duro, pero nos dejaban tranquilos si cumplíamos con las reglas», comenta Amidy Ag Habo, quien fue vice-alcalde de N'takala, un pequeño pueblo a 60 kilómetros de Gao.
Habo explica que «no conocíamos a los islamistas. Eran extranjeros»,. Pero la gente de «tez clara» es considerada aliada de Muyao en Gao. El campamento de refugiados de Goudebo está ubicado en una región árida. Organizaciones no gubernamentales han cavado pozos de agua y han construido infraestructuras básicas para cubrir las necesidades de unos 7.444 refugiados que debieron ser reubicados aquí en enero. Las autoridades reubicaron el campamento por temor a que los combates de Malí cruzaran la frontera, así como por la amenaza de secuestros.
A pesar de las duras condiciones de vida, Haoula se siente aliviado de estar aquí. «Ahora podemos dormir. En Malí no podía cerrar un ojo». Los hombres, con la típica pañoleta tuareg, coinciden en que en Gao es el momento de la venganza.
«No hay gobierno en el norte de Malí. El ejército toma todas las decisiones. Son la policía, los jueces y el gobierno. Los franceses no matan. Solo ignoran lo que hace el ejército», denuncia Habo.
Fatou Wallet Mahadi considera que los islamistas no eran tan malos como el ejército. «No existe Malí sin Azawad», sentencia. «Nosotros, los tuaregs de Azawad, pertenecemos a Malí ahora. Confiamos en que algún día regresaremos. Pero ahora es imposible. Demasiada tensión. Estamos hartos de la violencia cada 10 años. Cuando volvamos vamos a tener que trabajar en una solución verdadera para vivir juntos», añade Wallet.
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