Para conmemorar la efemérides vienen publicándose desde hace meses libros sobre esta guerra, libros que investigan y buscan explicaciones o analizan las causas y las consecuencias del conflicto. Entre el gran número de publicaciones hemos seleccionado algunas de las más interesantes para diseñar una hoja de ruta orientativa sobre uno de los acontecimientos históricos más trascendentales de los últimos cien años.
De la investigación histórica a la responsabilidad política
Uno de los libros más interesantes aparecidos recientemente sobre la Gran Guerra es el de la historiadora canadiense Margaret McMillan, quien elabora en el voluminoso (850 páginas) «1914, de la paz a la guerra» (Turner) una visión política del conflicto, pero también cultural, histórica e ideológica y analiza las claves de las responsabilidades del estallido. McMillan se remonta a 1900 para buscar las raíces de una guerra que, según ella, pudo evitarse y recrea el ambiente social, cultural y la situación científica y tecnológica de la época, cuando en Europa se llevaban viviendo 85 años ininterrumpidos de paz entre las grandes potencias. Una de las virtudes del libro es el retrato magistral de los personajes históricos que arrastraron a Europa a la guerra.
En «Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra» (Galaxia Gutenberg), Christopher Clark, profesor de Historia Moderna de Europa de la Universidad de Cambridge, mantiene también la tesis de que la I Guerra Mundial fue un conflicto evitable que degeneró en guerra a consecuencia de las posiciones irresponsables de hombres de Estado, militares, diplomáticos, activistas y políticos a quienes califica de vigilantes sonámbulos (de ahí el título) y egoístas, incapaces de valorar el horror que desencadenaría una guerra en las circunstancias de aquellos años. Nacionalismos exacerbados, aspiraciones expansionistas y cálculos erróneos desembocaron en un conflicto que pagaron con sus vidas más de 16 millones de ciudadanos entre civiles y militares. Como prólogo de la contienda, Clark hace un análisis de la situación y de las circunstancias históricas de Europa durante los años previos a la guerra.
En «1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial» (Debate) David Stevenson, profesor de la London School of Economics, piensa que lo que incendió la contienda fue la respuesta de la monarquía de los Habsburgo al asesinato del archiduque Francisco Fernando. Stevenson cree que las consecuencias de aquel conflicto se prolongan aún hoy en los actuales de Irak, Líbano, Yugoslavia, Palestina e Irlanda del Norte, y que la Gran Guerra contribuyó a la formación de las ideologías totalitarias del nazismo y el comunismo, así como que allanó el camino que condujo a la guerra civil española.
«1914, el año de la catástrofe» (Crítica) de Max Hastings, se concentra en el primer año de la guerra y en sus consecuencias y responsabilidades, y analiza también los planes de los distintos Estados participantes. Hastings también cree que la guerra fue una catástrofe innecesaria y que Inglaterra debió mantenerse al margen. En este libro se narran los acontecimientos de los campos de batalla en Bélgica, Serbia, Prusia y Polonia, tomando como fuentes cartas de los contendientes, diarios y testimonios personales.
En «Cuadernos de guerra (1914-1918)» (Páginas de Espuma), Louis Barthas, un tonelero francés movilizado desde el primer año, registró en las hojas de 19 cuadernos escolares el terror de los soldados en las trincheras y sus angustiosas experiencias en el frente, sobre todo en las batallas de Verdún y Somme, un testimonio que permaneció inédito hasta 1978 y que se publicó gracias a las gestiones de uno de sus hijos (Barthas había muerto en 1952).
Adan Kovacsics cuenta en «Guerra y lenguaje» (Acantilado) el trabajo desarrollado en el cuartel de prensa del ejército austrohúngaro, donde se generaba la propaganda bélica.
Adam Hochschild en «Para acabar con todas las guerras. Una historia de lealtad y rebelión. 1914-1918» (Península) traza una crónica periodística a través de la que muestra una visión descarnada del drama humano que supuso la Gran Guerra. El libro quiere ser un homenaje a los miles de jóvenes que murieron en una contienda que muy bien pudo haberse evitado.
El historiador británico Peter Hart en «La gran guerra 1914-1918» (Crítica) se recrea en los aspectos militares de la contienda: la utilización por primera vez de aeroplanos, tanques, submarinos y gases venenosos.
Por su parte, Norman Stone, director del Centro Turco-ruso de la Universidad Bilkent de Ankara y exprofesor en Oxford y Cambridge, ha elaborado una muy sustanciosa «Breve historia de la Primera Guerra Mundial» (Ariel).
En «El mundo de ayer. Memorias de un europeo», que ahora se reedita, Stefan Zweig recreó la atmósfera de una Viena ilusionada, en aquella parte de estas memorias que corresponden a esos años.
En «La I Guerra Mundial. De Lieja a Versalles» (Alianza) Ricardo Artola aborda el conflicto desde una óptica poliédrica, mientas los errores de la política internacional alemana se ponen de manifiesto en «Los siete pecados capitales» (Destino) de Sebastian Haffner.
Uno de los testimonios más dramáticos de la Primera Guerra Mundial es el del filósofo Ernst Junger, recogido en su «Diario de guerra 1914-1918» (Tusquets). Junger se alistó como soldado para vivir lo que pensaba sería poco más que una aventura fascinante. Los testimonios recogidos en este diario le sirvieron años más tarde para elaborar obras más reflexivas sobre el fenómeno de la guerra, como «Tempestades de acero» (Tusquets).
Los diarios del conde Harry Kessler, encontrados en 1985 en una caja fuerte de una sucursal bancaria de Mallorca, recogen el testimonio de los años de la guerra (comienzan en 1890, cuando Kessler tenía 12 años) de un aristócrata que se recrea en la crueldad y la violencia.
La guerra de ficciónEn la ficción, además de las reediciones de novelas ya clásicas como «Sin novedad en el frente» (Edhasa) de Erich María Remarque, «El fuego» (Montesinos) de Henri Barbuse, «Adiós a las armas» (Lumen) de Hemingway o «La iniciación de un hombre: 1917» (Errata Naturae) de John dos Passos, se han publicado también novedades interesantes.
Una de las primeras en aparecer fue la novela «14» (Anagrama) de Jean Echenoz, que narra la carnicería en que se convirtió la Gran Guerra, «aquella sórdida y apestosa ópera», desde el principio hasta el final, a través de la mirada de un grupo de jóvenes franceses en el frente que se incorporan a filas pensando que la duración de la contienda no se prolongará más allá de un par de semanas y que a lo largo de los cuatro años de guerra contemplan horrorizados los cambios que han experimentado sus vidas.
Pierre Lemaitre expone al lector las brutalidades de la guerra en «Nos vemos allá arriba» (Salamandra), Premio Goncourt 2013, una novela protagonizada por dos soldados que regresan a casa después de la guerra, tras haberse enriquecido con la picaresca generada por el conflicto.
En «Los campos del honor» (Anagrama) de Jean Rouad y en «Vidas rotas» (Alianza), de Bénédicte des Mazery, se recogen historias de ficción inspiradas en testimonios de supervivientes. Anne Perry cuenta en «Las trincheras del odio» (Zeta) los avatares del capellán Joseph Reavley y de su hermana Judith durante los años de la guerra, y Ken Follett narra la historia de cinco familias en «La caída de los gigantes» (Debolsillo).
En «El miedo» (Acantilado) Gabriel Chevalier aprovecha sus experiencias en el frente para narrar historias de soldados franceses que murieron combatiendo, víctimas de las balas enemigas tanto como de la incompetencia de sus oficiales. El historiador español Fernando García de Cortázar se introduce en la ficción para narrar en «Tu rostro con la marea» (mr) las vivencias de un diplomático que recorre el continente europeo entre la decadencia de un mundo que se desmorona.
Entre la historia y la ficción, los dibujantes Joe Sacco («La gran guerra». Reservoir Books) y Jacques Tardi («Puta guerra» y «La guerra de las trincheras». Ed. Norma) han puesto imágenes a las atrocidades y a la violencia de una guerra que acabó con las esperanzas de muchos europeos y con las vidas de millones de personas inocentes.
La guerra de los españoles
Los primeros meses de la guerra fueron seguidos por el periodista español Gaziel (Agustí Calvet) en una serie de escritos recogidos ahora por Diéresis en «Diario de un estudiante en París». A Gaziel le sorprendió la guerra cuando estudiaba Filosofía en La Sorbona y, a su regreso a Barcelona, el director de «La Vanguardia» le nombró corresponsal en París para que continuara contando el conflicto. Sus 350 crónicas para este periódico se recogieron en varias entregas publicadas con los títulos de «Narraciones de tierras heroicas» y «De París a Monastir» (Libros del Asteroide).
Vicente Blasco Ibáñez también contó la guerra desde París, donde estaba exiliado, en informaciones periodísticas que se recopilan en «Crónica de la guerra europea 1914-1918», una obra casi olvidada que ahora rescata La Esfera de los Libros. Blasco Ibáñez también situó el desarrollo de su novela «Los cuatro jinetes del apocalipsis» en los años de la Gran Guerra. También desde París, Azorín se convirtió en corresponsal de la Gran Guerra para el diario «ABC», en crónicas recogidas ahora en «París bombardeado».
El supuesto papel neutral de España en la guerra se puede rastrear en «Nidos de espías» (Alianza), de Eduardo González Calleja y Paul Aubert, libro en el que relatan cómo Barcelona y Madrid se convirtieron en guaridas de los servicios secretos de ambos bandos. También en «España en la gran guerra. Espías diplomáticos y traficantes» (Galaxia Gutenberg), Fernando García Sanz se acerca al papel del espionaje y el contraespionaje en suelo español y a la importancia estratégica de nuestro país durante la guerra.
En relación con los aspectos más culturales, es imprescindible citar «La guerra y la memoria moderna» (Turner) de Paul Fussell y «1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española» (Cátedra) de Andreu Navarra Ordoño.Un ensayo: ¿fue España neutral?
En «1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española» Andreu Navarra elabora un muy interesante estudio sobre los alineamientos de los intelectuales españoles en relación con los bandos contendientes en la Primera Guerra Mundial. La débil España de entonces poco podía hacer en la Gran Guerra, cuando sólo para mantener el orden colonial en el Rif necesitaba tener estacionados 80.000 soldados en territorio marroquí. De entrar en guerra España, esta incapacidad de autodefensa hubiera supuesto ser arrasada por los alemanes y perder como proveedores a vascos y catalanes.
Por eso en el verano de 1914 el rey Alfonso XIII publicó un bando en el que proclamaba la neutralidad de España y en el que amenazaba con penalizar legalmente aquellas actitudes que se considerasen no neutrales. Pese a ello, los escritores, intelectuales y periodistas españoles iniciaron una verdadera guerra de opinión desde periódicos y revistas que acogían los escritos de los que se identificaban con uno u otro bando, en ocasiones en las mismas páginas.
En líneas generales suele identificarse a los germanófilos con la derecha política y a los aliadófilos con la izquierda, lo cual no siempre es correcto, como se demuestra en este ensayo, además de que ser de izquierdas o de derechas no significa lo mismo hoy que en la España de 1914. Si es cierto que en la derecha se agrupaban el clero, los carlistas, el ejército, las clases conservadoras y la aristocracia, en la izquierda estaban ciertamente los que se identificaban como amigos de Francia (republicanos y radicales), pero también había monárquicos, liberales, independientes y algunos intelectuales y escritores considerados progresistas. Unamuno, por ejemplo, aunque era aliadófilo no era francófilo. En realidad, tanto uno como otro alineamiento se habían instalado desde hacía décadas en los relatos y los discursos de los españoles. La guerra de 1870 permanecía viva en la conciencia de unos y otros y se manifestaba con toda virulencia 44 años después.
Aliadófilos, germanófilos y neutralistas
Los escritores e intelectuales neutralistas estaban representados sobre todo por Echegaray y Ramón y Cajal. Es de destacar aquí la figura de la escritora gallega Sofía Casanova, casada con un intelectual polaco, autora de unas crónicas muy interesantes que enviaba desde Varsovia para el diario «ABC» (posteriormente también relató la revolución soviética y la llegada de los nazis a Polonia). Su neutralismo se justificaba en el horror de su experiencia como enfermera en el frente.
Entre los políticos germanófilos puros, partidarios de entrar en la guerra al lado de Alemania, Austria y Turquía, sobresalió el líder carlista Vázquez de Mella, mientras en el bando de los aliadófilos exaltados estaba el republicano radical Alejandro Lerroux, quien veía en la guerra la oportunidad de recuperar Gibraltar y Tánger para España. Los germanófilos pensaban que los católicos alemanes se encargarían de restaurar el predominio del catolicismo sobre el luteranismo y el islamismo de los turcos.
Los escritores e intelectuales germanófilos publicaron un manifiesto que firmaban entre otros Julio Casares, Benavente, Arniches, Muñoz Seca, Dámaso Alonso y Edgar Neville. Entre todos sobresalió Eugenio D'Ors, que en algún momento quiso encubrir su alineamiento en una pretendida neutralidad.
Por su parte, Pio Baroja, que había llegado a la germanofilia con el bagaje del regeneracionismo, entendía la francofilia como una extensión del nacionalismo, ya que muchos pensaban que el triunfo de Francia traería la independencia a Cataluña. Se desmarcaba así de los germanófilos conservadores o tradicionalistas. Para Jacinto Benavente, que consideraba a los aliadófilos como los nuevos afrancesados, Inglaterra y Francia eran las enemigas de España y por lo tanto ésta habría de apoyar a Alemania. Dos de los más radicales germanófilos fueron Ricardo León y José María Salaverría. Para el primero, Alemania era el pueblo viril que se entrega para la fecundación de Europa, mientras que Francia era la nación femenina «podrida por el sexo y la democracia», que debe ser colonizada. Salaverría denunció con fuerza la campaña de mentiras y calumnias de los artículos aliadófilos, en algunos casos con buenas razones.
El movimiento aliadófilo tenía en la revista «Iberia» su principal órgano de expresión. Aquí escribían Pérez de Ayala, Luis Araquistáin, Gabriel Alomar y sobre todo Unamuno, quien creía que Alemania simbolizaba el triunfo de la técnica sobre el espíritu. Unamuno veía en la guerra la ocasión para su plan de regeneración democrática de España, para la implantación del anticlericalismo y para la extinción de los nacionalismos integristas.
Lo mismo creía el escritor Blasco Ibáñez, escandalizado por que los soldados alemanes se dedicaran durante el día a incendiar pueblos y a fusilar a campesinos inocentes y por la noche a leer poesía y filosofía. Su novela «Los cuatro jinetes del apocalipsis» es la más representativa del movimiento aliadófilo, y suscitó críticas inclementes desde el bando contrario. El aliadófilo Valle Inclán llegó a visitar las trincheras francesas pertrechado de capote, polainas y «una maquila cogida de la muñeca por una correa», pero no fue inclemente con los soldados alemanes, a quienes veía como instrumentos y víctimas de sus superiores. Sus experiencias le valieron para escribir «La media noche», el más bello libro español de ficción sobre la guerra. Azorín escribió también para «ABC» crónicas desde París, recogidas en «Entre España y Francia» y «París bombardeado» y, aunque era más francófilo que aliadófilo, siempre evitó degradar la cultura alemana. Julio Camba, corresponsal de «ABC» en Alemania entre 1913 y 1915 criticaba en sus crónicas sobre todo el militarismo germánico.
Andreu Navarra concluye su ensayo con una interesante reflexión acerca de los nacionalismos en España durante la contienda. Mientras los vascos renunciaban a los ideales independentistas gracias al crecimiento de los ingresos de las navieras a costa del conflicto y fijaban la autonomía como meta política, los catalanistas aliadófilos sentían que tras la guerra que enfrentaba a las grandes potencias europeas latía un sentido de liberación de nacionalidades oprimidas. Los germanófilos, por su parte, veían en la organización federativa de Alemania el emblema de sus ideales autonomistas, opuestos al centralismo francés.
Una novela: la risa de kafka
Una de las novelas que se ha convertido en un clásico sobre la Primera Guerra Mundial es «Las aventuras del buen soldado Svejk», de Jaroslav Hasek, vuelta a editar por Galaxia Gutenberg. Ahora es una buena ocasión para volver a la lectura de esta gran novela que narra los avatares de una guerra desde la crítica ácida y el humor corrosivo de un combatiente entre ingenuo e inocente.
Si hace tiempo que usted no se ríe leyendo un libro, aquí tiene una buena oportunidad. Las peripecias del soldado Svejk, una continua sucesión de situaciones disparatadas protagonizadas por un soldado a quien las circunstancias llevan de nuevo al ejército a pesar de haber sido declarado oficialmente idiota, tienen la virtud de provocar una ininterrumpida sucesión no sólo de cómplices sonrisas sino de abiertas carcajadas.
La situación de Checoslovaquia en el momento del asesinato del archiduque Fernando en Sarajevo, lleva a Svejk a las filas del ejército del imperio de Austria-Hungría para participar en la gran guerra de 1914. Hasek, su autor, se vale de la mirada ingenua de este personaje para llevar a cabo una de las más devastadoras críticas contra el militarismo. Y no sólo. La religión, la burocracia, las costumbres, la corrupción, la sociedad de su tiempo... tampoco se libran de la mirada irónica, burlona, irrespetuosa, de un personaje para quien la verdad está por encima de todos los valores. Esa verdad, en su boca, convierte los grandes ideales, los valores más respetados, las hazañas más veneradas, los principios más sublimes, en lo que a veces son: una sucesión de ridículas realidades utilizadas por el poder para construir una Historia a la medida de las circunstancias.
Franz Kafka, contemporáneo de Hasek (ambos nacieron en Praga el mismo año y murieron con un año de diferencia), retrató una sociedad aplastada por la burocracia de un sistema cerrado, cuyos ciudadanos se movían en una atmósfera asfixiante convertidos en seres alienados. Es la misma atmósfera que retrata Jaroslav Hasek a través de las comisarías, las cárceles, los hospitales, los manicomios, las tabernas... de una ciudad sometida a la vigilancia de un imperio represor. Sólo que la mirada de Hasek es la de un personaje que la transforma en irónica y crítica a través del humor. Es la risa de Kafka.
Hasek dirige su crítica más corrosiva contra el militarismo, aprovechando la desastrosa situación del ejército de Austria-Hungría durante la Primera Guerra Mundial (La educación sirve para ennoblecer el alma, cosa que al ejército no le interesa. P.318). La incompetencia de los mandos militares, la desorganización en la retaguardia y en el campo de batalla, la represión a través de absurdos consejos de guerra y castigos desproporcionados, la corrupción de la oficialidad y las condiciones miserables de la soldadesca, la incompetencia de los altos cargos... todo pasa a través del tamiz de la mirada ingenua de un soldado cuyas buenas acciones llevan consigo consecuencias dramáticas, como aquel personaje de Buñuel, Nazarín, que cada vez que llevaba a cabo un acto de caridad provocaba perjuicios irreparables.
Heredero de la novela picaresca y del Quijote de Cervantes (existen paralelismos entre el personaje de Svejk y el de Sancho Panza), Jaroslav Hsasek ha construido una novela genial (también incompleta, como las de Kafka) que cumple los requisitos de toda gran obra literaria: educar y entretener.
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