La situación en Egipto evoluciona de una manera imprevisible. La llamada «marcha del millón» ha dejado pequeños todos los cálculos. El pueblo egipcio pide un cambio, más democracia e igualdad prtición ante la que el presidente Hosni Mubarak hace oídos sordos. Nuestro colaborador Johari Gautier Carmona ha vivido en primera persona los últimos días en las calles de El Cairo.
El optimismo de los primeros días
«Son tiempos difíciles pero valen la pena», me explica Ahmed un comerciante de El Cairo en las cercanías de mi hotel, el Radisson Blu. En su voz resuena el temor a lo desconocido, el rechazo a la violencia de delincuentes sin escrúpulos que aprovechan las protestas para saquear locales y edificios, pero también y sobre todo, el deseo y la ilusión de que la manifestación sirva para algo.
Si bien Mubarak tiene sus defensores (en su mayoría empresarios y funcionarios beneficiados por el régimen), el número de opositores que ven en esta situación la posibilidad de acabar con treinta años de dictadura es deslumbrante. Muchos se reúnen en los bares y terrazas de la calle, enfrente de mi hotel, para escuchar y entender lo que esconden las noticias de los canales de televisión públicos. «Hay mucha censura aquí. No se dice ni la mitad de lo que ocurre», sostiene Ahmed. El humo de las cachimbas y el perfume de los tés a la menta aportan una nota oriental a una situación que llama la atención del mundo entero.
Islam, un guía turístico de 31 años, considera que «cualquier cosa es mejor que Mubarak». En toda su vida sólo ha visto a un presidente y, por eso, quiere conocer otra cosa, tener otra experiencia e intentar construir una verdadera democracia. «Tenemos el derecho a elegir nuestro destino», explica. Según él, el país se está quedando atrás. «En los años 70-80 se vivía mucho mejor que ahora». Egipto se ha estancado por culpa de una corrupción galopante que impide trasladar al pueblo todos los beneficios que ofrecen el gas, el petróleo y el canal de Suez. «Mubarak y sus amigos son los únicos que se benefician de este régimen», afirma. El entrevistado considera que el turismo es posiblemente el sector más justo ya que da ingresos a personas aisladas por el sistema actual.
«Con 700 libras egipcias al mes [100 euros], no se puede vivir», argumenta Rafa, otro guía egipcio de 47 años, cristiano y padre de dos hijos. Su realismo le obliga a reconocer algunos logros de la política de Mubarak como el hecho de haber iniciado un tiempo de paz con los países fronterizos y permitir una cierta estabilidad económica. No obstante, Rafa se muestra muy crítico con la corrupción y la falta de libertades que impiden un desarrollo generalizado de la sociedad egipcia. El optimismo generado por las primeras manifestaciones le incita a soñar y hablar de tiempos mejores. De repente, se despiertan todos los deseos silenciados por una represión férrea. «Me gustaría que mis hijos pudieran conocer un Egipto más justo. Si hay que sacrificarse y dejar de trabajar unas semanas, lo haremos». Su única inquietud es que los radicales se adueñen de las manifestaciones y se instalen en el poder.
Miedo y represión
El toque de queda anunciado por el presidente Hosni Mubarak el 29 de enero tras tres días de silencio aviva el malestar. Con este anuncio, el gobierno rechaza la vía del diálogo y reconoce su incapacidad para apaciguar la rabia de un viernes histórico. Salen a la calle los militares recibidos como amigos y defensores del pueblo y desaparece la policía tachada de corrupta y violenta. «Los policías son los perros del gobierno ––clama Isham, un joven comerciante que he conocido en el aeropuerto de El Cairo––. Torturan, arrestan... ¡Por eso el pueblo los odia!». En las calles, los manifestantes aclaman la entrada del ejército pero Isham ve en la retirada de la policía una estrategia del gobierno para sembrar la confusión y el miedo. Un espacio queda abierto para que los delincuentes campen a sus anchas y destrocen locales emblemáticos. En el telediario nacional, circula una noticia que causa una impresión apocalíptica: «El gobierno no puede garantizar la seguridad de ninguno e invita a los ciudadanos a defender sus casas». ¿Hecho real o maniobra informativa para desviar la atención?
El miedo es máximo y en la calle los propios vecinos levantan barreras para impedir el acceso a los saqueadores y ladrones. Se arman con cuchillos, cadenas de hierro, palos de madera y barras de acero, dispuestos a todo para defender sus pertenencias y sus puestos de trabajo. En mi hotel, los empleados empuñan armas caseras para paliar la ausencia de militares y policías. Nos conducen a la azotea por miedo a un asalto inminente y en lo alto del edificio vemos como los controles se organizan en la calle. Finalmente, sólo es una falsa alarma pero en la mente de todos quedan grabadas las imágenes de una ciudad sin ley en la que son los propios habitantes los que se defienden y crean sus reglas. Una anarquía sin ilusiones. El pueblo contra el pueblo. Un sueño transformado en pesadilla.
El sábado 30 a la noche decido volver al aeropuerto de El Cairo donde espero encontrar más seguridad. Hablo con un guía y su responsable, les pido que me acompañen pero ellos no ceden. «No tengo miedo ––responde el responsable––. Mi puesto me obliga a estar aquí con mi gente». Admiro la valentía de unas personas dispuestas a afrontar las amenazas más grandes con el único fin de preservar su trabajo y asistir a sus clientes, y me retiro en una camioneta junto con un representante que me ayuda a pasar los controles instaurados por los vecinos.
El aeropuerto y su pesadilla
En la zona de llegadas de la terminal 1 me encuentro con un grupo de 50 españoles que se ha negado a ir a los hoteles por miedo a exponerse a una revuelta popular todavía incomprensible. Mi relato les confirma que la decisión que han tomado es la mejor y, sin embargo, ellos se enfrentan a otras dificultades. La comida escasea y los suministros desaparecen al segundo después de haber sido entregados a los restaurantes. La sobrepoblación de la terminal, invadida por viajeros de todo el mundo, favorece una especulación con los bienes de primera necesidad y un alza de precios desmesurado. Las condiciones son pésimas y las intoxicaciones intestinales se multiplican sin que nadie sepa realmente cómo detenerlas. Algunos españoles reciben inyecciones que bien podrían ser una medicina equivocada para luchar contra la diarrea y los desmayos. La incomodidad es patente en la cara de todos los viajeros y la respuesta de las embajadas se hace esperar.
La salida del país es una prioridad para los extranjeros que pueblan las terminales del aeropuerto. La mayoría trata de adelantar su billete o compra otro con fecha inmediata pero la pesadilla sigue persiguiéndoles. Los vuelos se atrasan y se cancelan sin previo aviso, llevándoles a pensar que no lograrán salir de El Cairo. Un representante de Egyptair, desbordado por la avalancha de reclamaciones y críticas, me explica que la situación es inédita. «Todos los aviones están en su sitio, listos para volar, pero el problema es que los pilotos y las tripulaciones no pueden llegar al aeropuerto. Están bloqueados en algún lugar de Egipto y no conseguimos entrar en contacto con ellos».
El toque de queda no ayuda. Cada día a partir de las 3 de la tarde y hasta las 8 de la mañana las llamadas a móviles son imposibles. De la misma forma, el acceso a Internet queda imposibilitado en todo momento y obliga a conformarse con las escasas informaciones de un aeropuerto en pleno caos. La supervivencia del turista se asimila a la lucha del ciudadano egipcio, pero con dos diferencias notables: primero, dispone de recursos para salir y, segundo, otro lugar más seguro y justo le espera.
Antes de pasar por la zona de control de pasaportes y embarcar hacia Barcelona, me despido de Ashmet, el guía que me ha acompañado al aeropuerto para ayudarme con la facturación de mi maleta. Él lo tiene muy claro: «Es un periodo difícil, pero amo a Egipto. Y haré todo para mejorarlo». Desde entonces, sus palabras me acompañan, me persiguen y me obligan a pensar que allí, en el extremo oriente de África, la lucha por la libertad y la justicia está más viva que nunca.