Los enfrentamientos entre el ejército y los partidarios del depuesto presidente terminaron en un caos y le dieron la oportunidad a las fuerzas de seguridad de restringir las libertades personales y reconstruir el aparato represivo del régimen de Hosni Mubarak, que gobernó de 1981 hasta 2011.
De hecho, un tribunal ha ordenado la libertad provisional de Mubarak y el ejército lo ha puesto en arresto domiciliario.
«El desafío más grande que afronta Egipto es el regreso de la policía estatal», opina el analista Wael Eskander en una columna de la revista electrónica independiente Jadaliyya.
«En concreto, la amenaza no solo implica la reconstrucción de la policía estatal, que nunca desapareció tras la salida de Mubarak, sino el regreso implícito, cuando no abierto, de la aceptación de las prácticas represivas del aparato coercitivo», explica.
Cuando el ejército reprimió el 14 de este mes una manifestación de partidarios de Morsi con municiones reales dejó por lo menos 1.000 muertos y miles más heridos en El Cairo.
Otros 160 manifestantes, la mayoría miembros de la Hermandad Musulmana, el grueso de los partidarios de Morsi, murieron en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en julio.
Las víctimas de esta última represión superaron a las de la revuelta popular de 18 días que llevó a la renuncia de Mubarak en 2011. Esta operación de las fuerzas de seguridad para desalojar las plazas ocupadas por manifestantes pacíficos y desarmados que reclamaban la restitución de Morsi fue mucho más brutal.
La organización de derechos humanos Amnistía Internacional describió la represión como «carnicería total» y criticó al gobierno interino, bajo tutela militar, por el excesivo uso de la fuerza.
La violencia empleada impacta pero no sorprende, dijo el abogado de derechos humanos Negad el Borai, quien recordó la mano dura utilizada por las fuerzas de seguridad para intimidar a la oposición durante los 17 meses que gobernaron Egipto entre la salida de Mubarak y la asunción de Morsi en junio de 2012.
«La última vez que el ejército estuvo en el poder golpeó, humilló o asesinó a cualquiera que estuviera en su contra», indica El Borai. «Así funcionan estos tipos», añade.
A pesar de la forma de operar de las Fuerzas Armadas, muchos liberales e izquierdistas apoyaron el golpe de Estado del 3 de julio porque prefieren la intervención castrense antes que un gobierno de la Hermandad Musulmana.
Su dura oposición a la organización islámica le otorgó al ejército un mandato de hecho para destituir a Morsi y recurrir a la fuerza contra los miembros de la Hermandad.
Tras sacar a Morsi y suspender la frágil Constitución de Egipto, las Fuerzas Armadas usan como fachada un gobierno civil interino para reconstruir las instituciones del régimen corrupto y represivo de Mubarak.
La vieja guardia recupera su antiguo lugar. Los militares sacaron del gobierno a las figuras islámicas y han puesto a otras de la época de Mubarak, incluidos exdirigentes de su Partido Nacional Democrático, ahora disuelto.
Más de la mitad de los 18 gobernadores provinciales designados la semana pasada son exgenerales del ejército o policías, algunos con dudosa actuación durante la revuelta de 2011.
La «militarización del Estado», como describió la situación un portavoz de la oposición, se ha hecho bajo una perniciosa propaganda que vilipendia a los partidarios de Morsi.
El gobierno interino y sus medios aliados avivaron la histeria contra la Hermandad Musulmana tildando a sus miembros de terroristas mediante una retórica patriótica que suele estar reservada a su archienemigo, Israel.
Eskander, de Jadaliyya, dice que la «guerra contra el terrorismo» sirve como herramienta perfecta de legitimación de un gobierno sin credenciales democráticas para eliminar con violencia a la oposición.
La amenaza terrorista le permitió a los servicios de seguridad de Egipto recuperar «su papel tradicional de árbitro de estos conflictos, así como su licencia para emplear tácticas abusivas y represivas», añade.
Después de la destitución de Morsi, las autoridades detuvieron a cientos de dirigentes y partidarios de la Hermandad Musulmana acusándolos de incitar a la violencia y el terrorismo. El gobierno también dio a entender que proscribirá a la organización islámica, con 85 años de historia, devolviéndola a la clandestinidad en la que estuvo la mayor parte de las últimas seis décadas.
Las medidas de seguridad «no harán más que reforzar la rigidez de la Hermandad Musulmana y fortalecer el aparato coercitivo», alerta Eskander. «Al dejar a los grupos extremistas en la clandestinidad, los servicios de seguridad encontrarán excusas para emplear medidas de vigilancia abusivas, con interrogatorios, torturas y otros abusos, sin ninguna transparencia ni responsabilidad», añade.
Ya hay señales de que está ocurriendo. Se han restablecido las leyes de emergencia típicas de la época de Mubarak, se ha impuesto el toque de queda y habilitado la orden de recurrir a municiones reales.
El Ministerio del Interior también restituyó formalmente varios departamentos de seguridad desmantelados tras la revuelta de 2011. Entre ellos, las conocidas unidades policiales responsables de investigaciones, desapariciones forzosas y torturas de miles de islamistas y opositores durante el gobierno de Mubarak.
Tarek Radwan, investigador adjunto del Centro Rafik Hariri, del Consejo Atlántico, cree que la revolución aun no ha muerto, pero advierte crecientes indicios de que va en esa dirección.
«Si la fotografía parece conocida, es porque lo es», escribe Radwan. «Una Hermandad Musulmana empujada a la clandestinidad, una figura militar fuerte, una fuerza policial agresiva y un sector liberal sumiso quizá sea la descripción más apropiada de Egipto antes de 2011», explica.