En primer lugar y sobre todo, tenemos que empezar a vivir dentro de las fronteras de la Tierra: dejar de cambiar el clima, de arrasar la biodiversidad, de alterar los ciclos del fósforo y el nitrógeno, etcétera. Y para hacerlo necesitaremos llevar un estilo de vida coherente con la idea de que tenemos un solo planeta.
Para algunos, eso significará aumentos en el consumo, a medida que salgan de la pobreza, pero para los 2.000 millones de consumidores que hay en el planeta eso implicará alteraciones dramáticas en su forma de vida.
Por ejemplo, aunque el residente medio de la ciudad canadiense de Vancouver se vuelva vegano, deje de viajar en avión y de conducir automóviles, viva en hogares solares pasivos y reduzca sus compras a la mitad, de todos modos estará viviendo un 60 por ciento por encima del umbral de un solo planeta, según un análisis de Ecological Footprint.
Llegar a esa escala de cambio (y pensar que esas modificaciones radicales impedirán un futuro distópico de cambio climático desenfrenado) requerirá nada menos que una completa puesta a punto de las culturas humanas, tema explorado en profundidad en el último informe del Worldwatch Institute, «State of the World 2013: Is Sustainability Still Possible?» (Estado del Mundo 2013: ¿Todavía es posible la sostenibilidad?).
Ya pasó el tiempo en el que las ganancias, el crecimiento y todo eso estaba primero. Necesitaremos cambiar las estructuras corporativas, las reglas del comercio y, una vez más, anclar nuestras economías en las realidades ecológicas.
Necesitaremos reubicar y cultivar la interdependencia comunitaria de nuevo. Y también reservar los combustibles fósiles únicamente para sus usos esenciales -algunos insustituibles, como los materiales para fármacos o plásticos de alta gradación para uso quirúrgico- y pasar rápidamente a una civilización basada en las energías renovables, aunque eso implique recortes significativos en la energía a corto plazo (a medida que creemos nuestra capacidad en materia de fuentes renovables).
Y para lograr cualquiera de estas cosas, necesitaremos activistas y emprendedores que nos impulsen hacia esta nueva normalidad, usando toda clase de estrategias: empresas sociales que pongan el impacto positivo por encima de las ganancias, una modernización del movimiento medioambiental que cree poder a largo plazo y ayude a las personas a adaptarse a la vida en una cultura sostenible, un rediseño de la educación ambiental para preparar a futuros líderes para los desafíos que vendrán, y movimientos políticos que no teman usar la desobediencia civil y hagan peticiones audaces.
Pero incluso entonces, con una acción tan osada, el éxito tampoco estará garantizado. Por lo tanto, también necesitaremos empezar a prepararnos para «la prolongada emergencia» ahora, mientras todavía tenemos capital (de las variedades naturales, financieras, sociales y humanas) y una ventana de estabilidad a la que aferrarnos.
Y ¿cómo deberíamos prepararnos? Robusteciendo nuestros sistemas de gobernanza y profundizando el compromiso con la democracia; evaluando los riesgos y beneficios de «fórmulas mágicas» como la geoingeniería, antes de tomar una decisión precipitada en un momento de pánico.
También preparándonos para los grandes flujos de migrantes que el cambio climático -incluso en su nivel actual- ha atrapado en el sistema; y empezando a aplicar las lecciones de otras contracciones forzadas a las sociedades de hoy, calculando cómo hacer estas transiciones inevitables lo menos dolorosas que sea posible.
Por una vía u otra, nuestra civilización se contraerá. La única pregunta es si tomaremos un control proactivo de este proceso o esperaremos a que la naturaleza siga su curso. Un curso que a muy pocos les gustará.