Hablamos con el profesor Andrea Rea de la Universidad Libre de Bruselas
La relación de los procesos de desindustrialización con el aumento de las desigualdades no ha merecido la reflexión que merecía en Europa. Por eso recupero aquí una entrevista que hice hace tiempo (el 8 de mayo) al prestigioso profesor e investigador social, Andrea Rea, de la Universidad Libre de Bruselas.
Sus respuestas se refieren también a los procesos migratorios, en los que ha centrado años de su trabajo; así como a la forma en la que se disputa la riqueza o cómo se producen actualmente las luchas sociales en un estado del bienestar detestado –o por lo menos abandonado- por las élites dirigentes. Una parte de esta entrevista se ha publicado (en inglés) en la revista «Queries» que edita la Fondation of European Progressive Studies, que preside Massimo d'Alema.
Andrea Rea - En nuestra época, las desigualdades tienen su raíz no solo en las diferencias salariales. Se basan más bien en el modo de adquisición de la propiedad, en cómo disponemos de ella. Picketty ha insistido en ese aspecto. Y aunque encontramos diferencias entre los países nórdicos, del este y el sur de la Unión Europea, el desarrollo de las desigualdades es similar. El sistema las suaviza más en el norte, eso es todo, porque algunas estructuras del estado de bienestar han sobrevivido mejor. Las desigualdades existen, no son muy distintas; pero es distinta la manera de abordarlas. En lo que se refiere a España, Grecia o Italia, hay que recordar que sus procesos de industrialización fueron más tardíos [que Alemania, Francia, Gran Bretaña y el norte de Europa]. De modo correlativo, sus fases de desindustrialización han tenido lugar años después de que sucedieran en el norte de Europa. Podemos constatar ese desfase.
Ese desfase del que habla, ¿tiene que ver ahora con los procesos migratorios?
A.R. - Tenemos que tener en cuenta que tanto al norte como al sur existen fuerzas xenófobas, aunque se viva la inmigración de modo diferente. Las diferencias de tiempo en la desindustrialización tienen implicaciones actuales para las clases trabajadoras. Cuando sucedió en los países del norte, los inmigrantes –en general- estaban más integrados. Por eso -a veces de manera paradójica- la solidaridad es más difícil de construir en el sur. Mi idea, mi perspectiva, es que los conflictos de clase pueden ayudar a la integración en contra de lo que se suele creer. Sí, el conflicto puede ser un factor de integración. Hemos pasado de la lucha de clases a una competición entre diferentes tipos de víctimas. Los extranjeros son más víctimas que los locales, los inmigrantes más que las clases medias. Pero el proceso de victimización está destinado a acceder a lo que se produce, que siempre es demasiado poco para todos. En ese contexto, las élites políticas, económicas y financieras «han desaparecido» de la disputa por los beneficios sociales. Es extraordinario. Quienes menos tienen se pelean más entre ellos (por los servicios sociales) que con los ricos. En otras fases de la historia, pudieron ser aliados, más que competidores entre sí.
P.A. ¿Y cómo funciona eso en la política de los países democráticos?
A.R. Las carreras políticas están centradas en la idea de 'reelección'. No hay ningún proyecto verdadero. No hay debate social sobre qué vamos a hacer en 20 o 30 años. Únicamente, ¿qué vamos a hacer hasta las siguientes elecciones? Esa visión a corto plazo funciona tanto a nivel nacional como europeo. Y así los signos de desintegración social son más visibles que los integradores. La lógica de los mercados se ha impuesto en la política. Todo es a corto plazo. Nada se refiere a los desafíos de la realidad a largo plazo o a qué programa necesitamos para afrontar el futuro. Las decisiones se toman desde esa perspectiva cortoplacista, de modo que apenas tienen impacto social.
P.A. ¿Y ahí, donde están la integración social, la distribución de la riqueza, los procesos migratorios?
A.R. En cierto sentido, el problema no es cómo integrar a los inmigrantes, sino como integrar a los ricos en el debate social. Hay una quiebra evidente. Multinacionales como Google o Starbuck evitan pagar impuestos sin que por ello se extiendan las condenas. En cualquier país, pagan menos que el pequeño comerciante de la esquina. Hay que recordar también que las mayores fortunas individuales han centuplicado sus riquezas durante la crisis. Así que la burguesía ya no juega el papel civilizador que tuvo. Su única lógica es evitar compartir su riqueza con el conjunto. La noción de bien público ha desaparecido.
P.A. Hay un auge de partidos como el UKIP y el Partido Nacionalista de Escocia, en el Reino Unido; el Frente Nacional en Francia; los partidos nacionalistas y Podemos en España; Syriza en Grecia. ¿responde ese auge a una crisis de identidad o es más bien un producto de la crisis económica? (esta pregunta se hizo antes de las últimas elecciones británicas)
A.R. Veamos el caso del Reino Unido. Si sumamos a laboristas y conservadores, juntos no representan la multiplicidad de puntos de vista sociales. No es únicamente que el populismo esté en sus márgenes, a derecha e izquierda, que existe. Es que los bloques políticos históricos, conservadores y socialdemócratas, no tienen respuesta a los problemas. Ya no tienen aliento suficiente para proyectarse a sí mismos hacia el futuro. Por su forma de comunicación, quizá Syriza y Podemos pueden ser considerados «populistas»; pero su programa no es populista. Es un programa típico de izquierdas, nada más.
Los demás, extrema derecha y nacionalistas, sí son populistas en muchos casos. Para ellos, lo más importante es la suma del conjunto de su [distinta] riqueza nacional. Para ellos, los inmigrantes no cuentan para nada. Por eso, cuando llegan al gobierno, y recordemos el caso de Austria, no tienen éxito: porque no han tenido en cuenta las nuevas realidades. Eso no evita que sigan teniendo éxitos electorales en distintos países europeos.
En el caso de los nacionalistas de Escocia es distinto. No se trata de un populismo al modo del FN francés o de la Liga Norte de Italia, de los Nuevos Finlandeses o de sus semejantes en Dinamarca. Es una especie de lógica regional que incluye un proyecto de Estado, la independencia, etcétera. Es lo mismo que en el caso de Cataluña. No podemos situarlo sin más en el campo del populismo. El populismo se produce sobre todo en la extrema derecha que ha capturado [en distintos países europeos] una parte del voto que tuvo la izquierda, una franja de los votos de las clases populares.
P.Q. Las redes sociales, los nuevos medios digitales, todos esos canales de información rápida, ¿qué papel cumplen en relación a esos procesos políticos e identitarios?
A.R. Vamos a referirnos al estilo de Twitter, a esos mensajes cortos. Lo primero que tenemos que decir es que ocultan el debate político verdadero. Hablamos de discursos de 140 caracteres. Incluso 1.500 caracteres no pueden formar un programa político. Entonces, lo que se producen son respuestas precisas de un político determinado a un medio o un periodista concreto. Eso crea la ilusión de un debate político. No lo es.
Los blogs parecen otra cosa, más extensos, pero ciertos usos de las redes sociales contribuyen a empobrecer el debate social y político. Se fuerza siempre la brevedad de los argumentos. Tenemos la obligación de enviar centenares de tuits al día. Eso se plantea como comunicación política. Pero no logra crear un programa, ni ofrece una perspectiva verdadera a la gente. Para mí la cuestión sigue siendo, ¿tenemos que volver a industrializar Europa? ¿Tenemos que pensar en la reindustrialización como Estados Unidos? ¿O los europeos deberíamos optar por los servicios y dejar la producción industrial a los países en desarrollo? No hay respuestas. Así que creo que los políticos asumen un rol que falsea el auténtico debate político.