Los que vivimos en Cuba precisamente por vivir en la isla; y los que radican en la diáspora por las razones que, en diferentes momentos y por diversos motivos, los llevaron a emigrar y reescribir sus vidas. Una gran mayoría reaccionó con júbilo y esperanzas; un porcentaje menor con sentimiento de derrota y hasta de traición; y otra cantidad posible con pocas expectativas respecto a lo que puede provocar esta decisión para el curso de sus existencias.
Pero lo que sí resulta indiscutible es que cada uno de nosotros se sintió removido por el anuncio que algunos medios calificaron incluso como «la noticia del año», algo muy notable (aun cuando se considere exagerado) tratándose apenas de la normalización de relaciones entre Estados Unidos y un pequeño territorio del Caribe que no decide la economía de su región y, se supone, no influye en las grandes políticas mundiales.
Sin embargo, la pequeñez geográfica y económica de Cuba hace años que no se corresponde con su proyección internacional, y la llamada «noticia del año» lo fue (o lo pudo haber sido) por varias razones, además de las sentimentales que nos afectaron a los cubanos.
Por su carácter simbólico como acto de distensión y punto final del dilatado epílogo de la guerra fría, como reconocimiento de un error político sostenido por Estados Unidos durante demasiado tiempo, por su peso en las relaciones interamericanas y por su carácter humanista gracias a que el primer paso de lo acordado fue un intercambio de prisioneros, algo siempre conmovedor y humanitario.
Y también lo fue porque en un mundo cada vez más cargado de malas nuevas, el hecho de que dos países enfrentados políticamente por medio siglo decidan superar diferencias y optar por el diálogo resulta algo reconfortante.
Tres semanas después la maquinaria de esa nueva relación ha echado a andar. En vísperas de la visita a La Habana de la secretaria de Estado adjunta Roberta Jacobson para iniciar conversaciones de alto nivel «face to face» con el gobierno de La Habana, el presidente Obama ha anunciado la entrada en vigor de sus primeras medidas de cambio.
En la lista destacan las relacionadas con la mayor apertura de licencias para que los estadunidenses puedan viajar a Cuba, el aumento de las cifras de las remesas que se permiten enviar a la isla, la reanudación de intercambios financieros y bancarios, el incremento de relaciones comerciales en diversos rubros y la pretensión de sostener el crecimiento de la sociedad civil cubana por diferentes caminos, entre ellos de la información, las comunicaciones y el posible apoyo económico a los emprendedores.
Cuba, por su parte, cumplió con la liberación de prisioneros por los cuales Washington había mostrado interés.
Las medidas recién implementadas por Obama pueden tener una trascendencia notable para Cuba. Ante todo porque deja la política de embargo como una camisa de fuerza que se ha llenado de boquetes y prácticamente convierte su derogación en una cuestión de tiempo y, para empezar, elimina muchos de los temores con que los inversores de otros países miraban su posible entrada en la isla.
Mientras, Cuba espera su salida de la lista de naciones patrocinadoras del terrorismo en la cual ha estado incluida por años y, a uno y otro lado del estrecho, los ciudadanos cubanos miran con justificada incertidumbre el futuro de la Ley de Ajuste Cubano, que garantizaba la residencia norteamericana a cada isleño que pusiera un pie en territorio norteamericano, por la vía que fuese, un tema del que seguramente se hablará durante la visita de Roberta Jacobson.
Pero, mientras los acuerdos políticos van a un ritmo que no deja de sorprender, los cubanos insistimos en preguntarnos cómo se vivirá en la isla esta nueva situación creada a partir del 17 de diciembre y hoy en marcha por diversas vías.
Porque entre las intenciones de Obama de instrumentar un cambio de política que lleve al mismo fin (el cambio de sistema en Cuba) y su éxito, median las decisiones que hacia el interior irá tomando el gobierno cubano para aprovechar lo útil de la nueva relación y eliminar peligros potenciales.
La posible llegada masiva de norteamericanos a Cuba parece que pudiera ser el primer efecto visible de cara a un futuro que ya ha comenzado a correr.
Si hoy la isla recibe al año una cifra de tres millones de visitantes, esa cantidad bien podría duplicarse con las nuevas regulaciones anunciadas por Obama. Por ello, todos se preguntan si el país está preparado para semejante circunstancia y las respuestas no suelen ser demasiado alentadoras.
Cuba, luego de haber entrado en un largo período de crisis con la desaparición de la Unión Soviética y sus generosas subvenciones y con el recrudecimiento del embargo estadounidense con las leyes Torricelli y Helms-Burton (que incluso alcanzaron efecto extraterritorial), es hoy un país con serios problemas de infraestructura en las comunicaciones, vialidad, transporte, los inmuebles, entre otros rubros.
La carencia de recursos para hacer las necesarias inversiones afecta también la compra de productos que demandarán los presuntos visitantes y generará dificultades al consumo interno, ya de por sí bastante encarecido y en ocasiones poco abastecido.
Quizás los primeros beneficiados con esa llegada masiva de norteamericanos a costas cubanas sean los pequeños empresarios de la isla que ofrecen servicios de hostelería y alojamiento (y los otros miles de personas que giran en su órbita).
En la actualidad en una ciudad como La Habana no existen suficientes habitaciones en los hoteles (propiedad del Estado o de capital o administración mixta con empresas extranjeras) y mucho menos una calidad en los servicios gastronómicos estatales que los haga competitivos.
De tal modo, una parte notable del dinero que circule pasará por manos de los empresarios privados (los llamados cuentapropistas), un sector que aun cuando debe pagar altos impuestos al Estado y elevadísimos precios para la compra de insumos en el mercado minorista (todavía no existe el reclamado mercado mayorista que los beneficie), obtendrá importantes ganancias en el panorama que hoy se dibuja en el horizonte cercano.
Y este fenómeno contribuirá a dilatar aún más el cada vez menos homogéneo entramado social de la nación caribeña.
Otra de las grandes expectativas nacionales tiene que ver con la posibilidad de que los cubanos puedan viajar a Estados Unidos pues, aun cuando se ha abierto mucho más en los años recientes, sigue siendo un duro escollo a vencer para muchos ciudadanos de la isla obtener el visado que les permita viajar al país del norte... y, entre ellos, a los que pretenden radicarse allí bajo el manto de la Ley de Ajuste Cubano, ahora con la posibilidad añadida de no perder sus derechos ciudadanos en la isla bajo la protección de las leyes migratorias aprobadas hace dos años por el gobierno de Raúl Castro, las cuales eliminaron la onerosa figura migratoria de la «salida definitiva del país».
Y, en un terreno menos concreto pero no menos presente, cae el tema de los discursos y la retórica. Medio siglo de hostilidad en muchos territorios, incluido por supuesto el verbal, debe comenzar a ceder a la luz de las nuevas circunstancias.
El «enemigo imperialista» y el «peligro comunista» están sentados a la misma mesa, buscando soluciones negociadas, y el lenguaje debe adecuarse a esa nueva realidad para conseguir la necesaria comprensión y los esperados acuerdos políticos.
Por lo pronto, los cubanos que vivimos en la isla hemos sentido ya un notable primer beneficio de los acuerdos anunciados: hemos sentido cómo baja una tensión política en la que hemos vivido por demasiados años y desde ya podemos sentir que es posible rehacer nuestra relación con un vecino demasiado poderoso y demasiado cercano, y si no de un modo amistoso, al menos relacionarnos de una forma cordial, civilizada.
Por eso muchos –entre los que me incluyo- hemos sentido desde el 17 de diciembre algo semejante al despertar de una pesadilla de la cual casi ninguno de nosotros confió en que podríamos escapar. Y con los ojos abiertos, ahora oteamos el futuro que vendrá, tratando de darle siluetas más precisas.