La última polémica entre el Estado central y las comunidades autónomas sobre cuál de ambas administraciones tiene más cuota de responsabilidad en la desviación de las previsiones de déficit público constata, una vez más, que la construcción del estado autonómico dista mucho de estar terminada.
Más bien nos encontraríamos en una fase inmadura y crítica –algunos la califican de guirigay y, los más severos, de desgobierno - dentro de un largo proceso de avances y retrocesos, cuyo «motor» es un conflicto permanente en los ámbitos de las competencias y las finanzas públicas. Algo similar a lo que ha sido, y sigue siendo, la historia del modelo federal alemán.
En nuestro país, la crisis económica se ha cruzado en el camino de esas viejas tensiones y ha dejado al descubierto la extrema debilidad de la zona clave del edificio: las cuentas públicas. La administración central pretende ahora controlar, pedir explicaciones y responsabilidades, por una espiral de gastos autonómicos que, aunque se han hecho en uso de las atribuciones que establece la Constitución, pueden poner en peligro valores supraautonómicos, como el derecho de todos los ciudadanos a recibir las mismas prestaciones sociales básicas en todo el Estado.
¿Debe pagar el Estado del bienestar los platos rotos de una gestión irresponsable de las finanzas públicas?. O dicho de otro modo: ¿Es justo que el Estado central, - es decir, todos los contribuyentes – tenga que «salvar» los gigantescos agujeros generados por la gestión política en determinadas comunidades autónomas?
No son fáciles las respuestas porque las propias inercias centrífugas y centrípetas del modelo de Estado imposibilitan muchas veces delimitar competencias y clarificar, en definitiva, responsabilidades que puedan legitimar una sanción en medio del galimatías territorial.
El gobierno central, empujado por la limitación constitucional del déficit público, pretende recuperar su función de gran coordinador del escenario presupuestario. Muchas comunidades, acostumbradas a la barra libre, lo ven con recelo. Alguno de sus portavoces, como el del gobierno catalán, han llegado a contestar con fórmulas rocambolescas que recuerdan el imaginario onírico soberanista: rechazan el control del Estado español, aunque no el de Bruselas.
Exigir un mayor rigor en el manejo de las finanzas públicas, incluidas las autonómicas, no pone en peligro el principio de subsidiariedad en el que se basan éstas. Lo que hace es reforzarla, al poner más énfasis en que sean responsables y en que los partidos den la cara. Más control estatal no significa necesariamente menos autogobierno.
Este juego de equilibrios es el que nos piden las instituciones europeas, enfrascadas también en su compleja construcción política y económica. La idea de «coto cerrado» de las autonomías parece que entra en revisión ante la evidencia de que la cadena de controles ya no acaba en Madrid, sino en Bruselas.