«La puesta en marcha de una estrategia mundial de 'guerra a las drogas' militarizada y de observancia legal produjo enormes consecuencias negativas y daños colaterales», concluye el grupo de expertos de la LSE que redactó el informe sobre la economía de las políticas antidrogas. Este grupo está integrado por 13 académicos, respaldados por siete personalidades, entre ellas cinco economistas ganadores del premio Nobel, el ex secretario de Estado de Estados Unidos, George Shultz, y el actual viceprimer ministro de Gran Bretaña, Nick Clegg.
Durante años, la oposición a la prohibición de las drogas se asoció a sectores marginales, como los mismos usuarios o los familiares de condenados por la posesión de cantidades mínimas de sustancias ilegales. Ahora los economistas, las más improbables víctimas de la guerra a las drogas, pero actores vitales para su desarme, realizan su aportación.
«El informe de la LSE articula en muchos sentidos lo que se ha dicho antes, que estamos desperdiciando enormes recursos financieros y humanos en el nombre de un modelo fallido», declara Kasia Malinowska Sempruch, directora del Programa Mundial de Políticas sobre Drogas de Open Society Foundations.
La organización Open Society Foundations, del magnate, inversor y filántropo George Soros, busca promover la adopción de políticas públicas que respeten la democracia y el respeto por los derechos humanos. «La cuestión de la economía» de las políticas antidrogas «nunca se ha calibrado con la fuerza que se hace actualmente», dice Malinowska.
Cada vez más países están expresando su descontento con las políticas prohibicionistas que les impusieron potencias como Estados Unidos, hasta ahora el mayor mercado de drogas ilegales. En 2012 los jefes de Estado de Colombia, México y Guatemala solicitaron en un comunicado dirigido al secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, la revisión «urgente» de las políticas antidrogas. El año pasado, la Organización de los Estados Americanos publicó un informe que exhortaba a flexibilizar esas políticas y a tomar en cuenta la posibilidad de su despenalización.
En la Asamblea General de la ONU de 2013, el presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, calificó de «visionaria» la legalización de la producción y consumo de marihuana que adoptó Uruguay y, con distintos alcances, los estados de Colorado y Washington en Estados Unidos. En diciembre de 2013 se filtró un documento interno que contenía recomendaciones de los Estados miembros de la ONU en el que se revelaba la disposición de muchos países a expresar su inquietud en privado.
Fracaso por donde se lo mire
El informe de la LSE sostiene que las medidas de interdicción no logran ni siquiera sus objetivos más elementales. «La evidencia muestra que los precios de las drogas han disminuido mientras su pureza ha ido en aumento», señalan los autores. Los 100.000 millones de dólares que se gastan cada año en todo el mundo en la aplicación de medidas legales y policiales relacionadas con las drogas se desperdician en su mayor parte y generan costos más grandes para el futuro.
Un estudio de la ONU, mencionado por este informe, determina que cada dólar que se gasta en terapias de sustitución de opiáceos, como la metadona, «puede producir un retorno de entre cuatro y siete dólares por reducción de la delincuencia, de los costos judiciales y de los hurtos relacionados con las drogas». Cuando se cuentan los costos de atención sanitaria, «el ahorro total puede superar los costos en una proporción de 12 a uno». Pero cuando se favorece la prohibición, el consumo de drogas puede provocar crisis sanitarias.
Rusia, uno de los pocos países que prohíbe la metadona, tiene una tasa de virus de inmunodeficiencia humana (VIH) que duplica con creces la de la mayoría de los países de Europa occidental. El año pasado, el gobierno ruso registró 55.000 nuevos casos de VIH, de los que el 58 por ciento correspondían a usuarios de drogas intravenosas. En la recién anexada Crimea, las autoridades anunciaron que cancelarán las terapias de sustitución de opiáceos. Las leyes draconianas contra las drogas pueden tener un efecto punitivo para toda la fuerza laboral de un país.
En 2000, el gobierno de Polonia penalizó la posesión de cantidades más pequeñas de drogas ilícitas. En los 10 años posteriores, más de 100.000 polacos pasaron a antecedentes penales por esta causa y ahora no pueden acceder a empleos en el sector público. Al mismo tiempo, en Estados Unidos, el negocio de las prisiones privadas y las empresas de defensa se beneficiaron en gran medida gracias a lo invertido en aplicar las leyes antidrogas y alojar a los presos condenados por esos delitos.
Entre 1979 y 2009 la población carcelaria de Estados Unidos creció 480 por ciento, para llegar a 2,2 millones de personas. El veinte por ciento de ellas y la mitad de las que están en prisiones federales cumplen condena por delitos relacionados con drogas. Informes como el de la LSE preparan el escenario para 2016, cuando la Asamblea General de la ONU celebre una sesión especial dedicada al futuro de las políticas antidrogas.
En 2013, por primera vez, la mayoría de los estadounidenses se mostraron a favor de la legalización de la marihuana. Sin embargo, en Estados Unidos y en el resto del mundo, las leyes van a la zaga de la evolución de las costumbres.
A pesar de las victorias legislativas en Uruguay, Portugal y en algunos estados de Estados Unidos, la gran mayoría de los 230 millones de consumidores de drogas en todo el mundo viven en países que gestionan esas sustancias de acuerdo con dos rigurosos tratados de la ONU: la Convención Única sobre Estupefacientes (1961) y el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas (1971).
Sin embargo, hay países que prefieren ignorar a la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, un órgano de supervisión de la ONU con poderes prácticamente judiciales, si al desconocer las convenciones obtienen beneficios. «Las convenciones solo son un reflejo de lo que los Estados ven en ellas», sostiene John Collins, coordinador del Proyecto IDEAS de Política Internacional de Drogas, de la LSE. Los países «se están percatando de que las convenciones son mucho más flexibles de lo que se había interpretado anteriormente», explica Collins. «Estamos llegando a un punto de inflexión».Hace unas décadas, la adhesión a los convenios implicaba pocas consecuencias políticas para los Estados miembros, y menos aún para aquellos, como Estados Unidos, que las redactaban tras bambalinas. Pero eliminar sus innumerables ramificaciones en los acuerdos comerciales y el derecho internacional exigirá mucho más que el uso de una pluma. Muchos países pequeños que se ven perjudicados por la guerra contra las drogas prefieren arriesgar su capital político en temas menos problemáticos.
«La Asamblea General de 2016 será un gran logro», destaca Collins. «Pero creo que debemos argumentar con más intensidad para que la ONU deje de actuar como un matón en este tema». «Lo más importante es lo que están haciendo los Estados miembros en los ámbitos nacional y regional. Vamos a ver cómo reaccionan a la regulación del cannabis».