En los últimos años el brasileño medio ha visto incrementada su capacidad adquisitiva. Los sectores más relegados, la creciente clase media, y, por supuesto, los grupos de mayores ingresos, tienen hoy un poder de compra más elevado. La inmediata consecuencia de esta nueva realidad es el aumento en la demanda de bienes y servicios, entre los cuales, desafortunadamente, se encuentra la de cocaína.
El país demanda hoy el 18% de la producción mundial de dicha sustancia. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el 1,4% de la población brasileña (2,8 millones de personas) consumen 92 toneladas anuales de cocaína. Esta explosión de consumo es uno de los perfiles más preocupantes del boom económico experimentado por la nación sudamericana. El uso del estupefaciente alcanza a todos los estratos sociales, expandiéndose rápidamente tanto entre los sectores más vulnerables como en las amplias capas medias, que actualmente representan más del 50% del total de la población.
Brasil es hoy el segundo consumidor mundial de cocaína procesada y el primero de crack, una mezcla de base libre de cocaína y bicarbonato de sodio, altamente nocivo y adictivo. El primer escalón del podio es para los Estados Unidos, país que demanda el 37% de la producción global. Si bien lideran el ranking, el consumo de los norteamericanos se encuentra en declive. Los productores se ven obligados así a buscar nuevos mercados y los países emergentes son un destino cada vez más atractivo.
Es común que las drogas ilegales sigan al dinero. Es por esto que no es de extrañar que las sociedades que más narcóticos consumen sean las que mayor poder de compra tienen. El problema radica en que si bien el brasileño cuenta en la actualidad con más disponibilidad de recursos, el país no ha invertido lo suficiente en tratamientos contra la adicción y campañas preventivas.
Colombia, Bolivia y Perú son los tres principales productores de cocaína a nivel global. Su manufactura no es destinada al consumo interno, sino que es mayormente exportada. La explosión de demanda en Brasil ha hecho que, en forma inmediata, la producción en Bolivia aumente. Como suele suceder en cualquier mercado, si hay demandantes, naturalmente surgirán oferentes.
La frontera entre los mencionados países andinos y Brasil es de aproximadamente 7.800 km (más extensa que la existente entre Estados Unidos y México) muchos de los cuales se encuentran en regiones de accidentada geografía y difícil acceso. Selvas, ríos y montañas dificultan el trabajo de las autoridades. El Mamoré es un río amazónico que divide el noreste de Bolivia con el Estado brasileño de Rondonia, es allí donde pequeños botes cruzan entre un país y otro durante la noche. Una avioneta demora solo 20 minutos en despegar y aterrizar al otro lado de la frontera. La policía dispone de lanchas de alta velocidad, pero al existir cientos de puertos clandestinos en ambos márgenes del río, las autoridades son conscientes de que son muchos los envíos que no son identificados.
La problemática es considerada una cuestión de seguridad y al mismo tiempo de defensa. Desde 2011 el Gobierno Federal ha intensificado la presencia de militares en puntos sensibles de la frontera. Existe también el proyecto de utilizar aviones no tripulados (drones) para monitorear aéreas de difícil acceso.
Actualmente los lindes internacionales de Brasil se encuentran mejor controlados que en el pasado, pero todavía falta mucho camino por recorrer para lograr una vigilancia a la altura de las necesidades. El éxito en el trabajo de prevención y concientización de la población será también fundamental para intentar disminuir los alarmantes niveles de consumo. Alcanzar el desarrollo con inclusión social y no solo crecimiento es otra ineludible obligación. Grandes desafíos para un Brasil que está siendo víctima de su propio éxito.
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