Brasil reavivó sus glorias futbolísticas al ganar la Copa FIFA Confederaciones, pero este deporte perdió consenso en la sociedad. Alegró a millones, pero también se hizo fuente de la indignación que incendió el país. «No habrá Copa», corearon miles de manifestantes en referencia al próximo campeonato mundial de fútbol previsto para 2014, al marchar en torno al estadio Maracaná, en Río de Janeiro, donde la selección brasileña derrotó a España por 3-0 el 30 de junio, ganando por cuarta vez el torneo entre campeones de las siete confederaciones regionales de la FIFA (Federación Internacional de Futbol Asociado).
Los estadios construidos o reformados para albergar a estos dos campeonatos de fútbol de la FIFA se han convertido en fortalezas sitiadas por protestas y batallas campales entre policías y manifestantes en las dos últimas semanas. Disparos de balas de goma, gas lacrimógeno y el uso de otros químicos disuasivos han sido las principales armas de la policía contra manifestantes armados de piedras, cócteles molotov y fuegos artificiales.
El espectáculo, dentro de los estadios, también se contaminó. En la inauguración de la Copa Confederaciones, con el partido entre Brasil y Japón el 15 de junio en Brasilia, la presidenta anfitriona, Dilma Rousseff, fue masivamente abucheada. En los partidos siguientes de su selección, la hinchada brasileña cantó el himno nacional a todo pulmón, rebelándose contra la regla impuesta la FIFA que limita en 90 segundos para la presentación orquestal del himno.
«Inmediata anulación de la privatización de Maracaná», reclamaba un cartel desplegado en el centro del estadio por una pareja de bailarines voluntarios durante la ceremonia de clausura el domingo. Otros actos similares rompieron las normas que vetan manifestaciones políticas en eventos de la FIFA. Los estadios se incluyen entre los principales blancos de las protestas que movilizaron a más de dos millones de personas en todo Brasil desde el 6 de junio.
La corrupción y la inversión de prioridades en el uso de recursos que deberían destinarse a la salud, educación y transportes públicos han sido las principales razones que han llevado a multitud de brasileños a rechazar los certámenes internacionales. La opinión general es que algunos estadios serán «elefantes blancos», después de la Copa Mundial de la FIFA 2014. Es el caso del Mané Garrincha, en Brasilia, demolido y reconstruido para albergar a 70.064 espectadores.
Los observadores creen que la capital del país, sin tradición futbolística ni clubes importantes, no puede darle uso constante a un estadio tan grande, solo superado por el histórico Maracaná, que en la actualidad puede acoger a 76.804 hinchas. Seis estadios han acogido los partidos entre las ocho selecciones que han participado en la Copa de las Confederaciones, mientras que la Copa Mundial entre el 13 de junio y el 13 de julio de 2014, se disputará en 12.
El coste de las obras, que ya parece exorbitante a los ojos de la población brasileña, se va agrandando. El presupuesto inicial de 5.389 millones de reales (casi 2.400 millones de dólares), solo para los 12 estadios, ya aumentó el 30 por ciento, según la Contraloría General de la Unión.
Pero ese presupuesto aún puede crecer, pues falta mucho para concluir los proyectos, que llevan un gran retraso e incluyen obras de mejoramiento del transporte urbano de pasajeros para las multitudes esperadas el próximo año. Para la mayoría de ciudadanos, la corrupción es el gran factor del encarecimiento. El lujo de los nuevos templos del fútbol es otra queja. Los pobres se van excluyendo del espectáculo en el que han sido mayoría, por el elevado precio de las entradas.
El nivel de calidad exigido se ha convertido en una referencia irónica en las protestas que han recorrido las calles de las principales ciudades del país. «Queremos el estándar FIFA» en educación, salud y otros servicios, como transportes públicos, reclaman los manifestantes en sus miles de pancartas. La FIFA opera como «un Estado dentro de nuestro Estado», es hoy «el verdadero presidente del país», declaró el exjugador Romario de Souza Faria, en un video que divulgó por Internet en apoyo a las protestas, criticando imposiciones de los jefes del futbol mundial. Romario, héroe del triunfo brasileño en la Copa Mundial de 1994 en Estados Unidos, es hoy diputado por el Partido Socialista.
Colombia fue el único caso de un país que renunció a ser sede de una Copa Mundial, la de 1986 que se transfirió a México. El gobierno colombiano de entonces rechazó las condiciones requeridas por la FIFA, argumentando que los recursos serían mejor invertidos en educación, salud y otras áreas sociales, promesas que, empero, aparentemente no se cumplieron.
En los últimos años han surgido Comités Populares en las 12 capitales que serán sede de partidos oficiales ,para denunciar los impactos de la Copa Mundial de 2014 y movilizar a la población en contra, especialmente los afectados por las obras. En Río de Janeiro, en particular, el tema se amplía por los previstos Juegos Olímpicos de 2016 y el escarmiento de los Juegos Panamericanos de 2007, que costaron cuatro veces el valor anunciado y no dejó casi nada como legado.
Esos comités encabezaron manifestaciones que, junto con las marchas contra el aumento de los billetes de autobús en São Paulo, desataron la ola de protestas sin precedentes que acabaron por estremecer las instituciones políticas brasileñas, al destacar la crisis de representatividad de los partidos y de los poderes Legislativo y Ejecutivo. En junio coincidieron la Copa Confederaciones y el encarecimiento del transporte urbano que operaron como detonantes de la rebelión generalizada. No es contra el futbol sino contra la corrupción y el destino dado a los recursos públicos que faltan en sectores sociales claves, explicaban las pancartas en las calles.
Pero se apagó el estereotipo de Brasil como «país del futbol» y de su selección como «la patria de botines». Más importante que ser campeón en la Copa es tener mejores servicios públicos y gobernantes y menos corrupción, expresaban las protestas, que han derrumbado la popularidad de la presidenta Rousseff del 57 a 30 por ciento.