Un Papa solo no puede cambiar el mundo. Ni siquiera uno como Francisco. Por eso, un día antes de clausurar las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) en Río de Janeiro, Bergoglio se reunió con quienes -les guste o no- tienen el poder o la fuerza para hacer posible ese cambio: los políticos, la Iglesia y los jóvenes. Hubo pocos halagos.
De las playas de Copacabana al santuario de Cracovia
Los habitantes de las sucias riveras del río Manguinhos, al norte de Río de Janeiro, no suelen tener muchos motivos de celebración. Las precarias construcciones de madera y ladrillo rojo en las que viven más de 3.000 personas sin apenas infraestructura, dibujan un triste paisaje en el que la suciedad y el mal olor lo impregnan casi todo. Pero desde hace semanas, cuando supieron que el día 25 de julio el papa Francisco visitaría una de sus favelas, Varginha, festejan su buena suerte.
«Recuerdo hace dos años en Madrid a Benedicto encerrado en su Papamóvil rodeado de francotiradores y guardaespaldas, con las ventanillas cerradas. Sé que con Francisco no será así. Él es más cercano, no le importa el protocolo. Seguro que baja del coche y sale a abrazarnos. Seguro.» La premonición de Florencia, voluntaria de las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) se acercó mucho a lo que sucedió ayer en Brasil, desde el primer minuto en el que el Papa Francisco puso un pie en suelo brasileño.