Todos los cubanos, a un lado u otro del estrecho de Florida, pero también en España, Francia o Groenlandia (que allá igualmente hay un par de cubanos) sentimos que el 17 de diciembre, cuando el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, anunció la normalización de las relaciones con Cuba después de más de medio siglo de ruptura, se estaba produciendo un momento histórico que, de alguna forma, nos incluía a cada uno de nosotros.
Hace años los cubanos formularon una máxima para describir su relación laboral con el Estado: tú (el Estado) haces como que me pagas y yo (el ciudadano) hago como que trabajo. De esa forma tan sintética y precisa se resume la reciprocidad de los trabajadores con los salarios irrisorios, totalmente insuficientes, que reciben por su condición de obreros, técnicos y profesionales dependientes del principal empleador existente en el país, o sea, el Estado.
En días recientes Cuba ha sido testigo de dos acontecimientos que acercaron mucho más a la isla al contexto caribeño y latinoamericano del cual, por años, se vio distanciada tras el triunfo revolucionario de 1959, un cambio político que llevaría al país a la expulsión de la Organización de los Estados Americanos, el bloqueo económico y financiero estadounidense y un dramático aislamiento continental.
Desde que en 2008 el gobierno cubano pasara de modo efectivo de las manos y el impulso tribunicio de Fidel Castro al estilo escueto y pragmático de su hermano Raúl, la economía y la sociedad han acumulado una serie de cambios más o menos notables que para muchos han ido a un ritmo demasiado lento.
Raúl Castro y las autoridades europeas se volvieron a reencontrar en Chile hace unas semanas. El presidente cubano volvía a los foros internacionales, mientras su país se prepara para una legislatura, que marcará el fin de una generación de políticos, entre ellos el propio Castro. Las elecciones de febrero han marcado una rutina histórica, pero preparan a la isla para un cambio... ¿histórico?