Supongo que Abú Ammar hubiera recibido con alegría contenida los pasos que está dando hoy la Unión Europea para el reconocimiento del Estado Palestino, que será viable si se reconoce en paz y seguridad con Israel y si se considera el tiempo como factor clave de su viabilidad. Con seguridad, hubiera ejercido toda su influencia en el mundo árabe para que Oriente Medio no se encamine hacia el colapso y se instrumentalice y esclerotice el conflicto árabe-israelí. Es muy difícil imaginar un panorama de la disputa israelo-palestina si Arafat hubiera existido en estos años pero, en cualquier caso, eso pertenece al ámbito de la especulación. Por el contrario, sí puedo aventurar que su instinto político lo hubiera conducido a aprovechar algunas ventanas de oportunidad que se han entreabierto a lo largo de la década.
Pienso que Yasser Arafat tiene en su haber el logro de aglutinar el movimiento nacional palestino y la atracción que ejerció para acumular grandes adhesiones a la causa palestina. Cuando vivía muchos le criticaron y lo identificaron con la raíz de los problemas en la región. Lo consideraron un verdadero obstáculo para el proceso de paz. A éstos el tiempo los ha desposeído de la razón y, en el fondo, ese nutrido grupo de críticos no le perdonó nunca la firmeza de sus convicciones, acertadas o no, y sobre todo, su capacidad de liderazgo, que nunca pudo ser objeto de manipulación. Tras su fallecimiento no se justifica la permanente afirmación de los enemigos de la paz de que no existe un interlocutor válido en el campo palestino. Diez años más tarde se comprueba que el problema no fue Arafat sino la voluntad política de hacer la paz entre israelíes y palestinos.
Entre los triunfos de Abú Ammar está el haber estimulado el movimiento nacional palestino y mantener su unidad, dotar de legitimidad a la Autoridad Nacional Palestina y lograr la supresión de la Carta Nacional Palestina que negaba el derecho a existir del Estado de Israel. Desde una perspectiva histórica, se puede afirmar que Arafat fue el que reconoció políticamente al Estado de Israel y le brindó la legitimidad para que el mundo árabe e islámico lo reconozca definitivamente en su día.
Su pragmatismo y voluntad de paz se manifestaron en el compromiso con Isaac Rabin tras los Acuerdos de Oslo o en las múltiples rondas de negociaciones que, desde el Protocolo de Hebrón hasta los acuerdos de Wye River, suscribió con el actual primer ministro Benjamín Netanyahu. Sus últimas contribuciones al proceso de paz no concluyeron felizmente, aunque los historiadores cuando investiguen los archivos de las negociaciones de Camp David y Taba reconocerán inexorablemente que Arafat no fue el obstáculo para la paz entre israelíes y palestinos. Los últimos años de su vida coincidieron con los gobiernos de Ariel de Sharón y durante este periodo tampoco cejó en su voluntad de buscar el acuerdo y la paz. La Hoja de Ruta fue un ejemplo más de su empeño en la reconciliación con Israel y de su mano tendida, que el Primer Ministro Sharon no tuvo nunca la dignidad y la valentía de estrechar.
La historia reciente nos ha demostrado que el Presidente Arafat no fue el impedimento para la paz; aprendamos de sus errores y de sus aciertos para pedir a los actuales dirigentes el coraje y la visión que en su momento lo llevaron, junto a Isaac Rabin, a contemplar una convivencia pacífica entre palestinos e israelíes.
El paso acelerado del tiempo comienza arrojar luz sobre la vida y la muerte de Abú Ammar, mientras que envejece y languidece en la agenda internacional el conflicto israelo-palestino. Las reivindicaciones y los compromisos de Arafat siguen hoy más vivos que nunca y, desgraciadamente, no son patrimonio de la memoria de una década, sino del sufrimiento y la agonía del presente de dos pueblos que están obligados a imaginar su futuro juntos y en paz.
web Miguel Ángel Moratinos
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