En una ocasión, en Kosovo, el vehículo en el que viajaba con el equipo de TVE fue ametrallado. Una bala impactó a 20 centímetros, equidistante de mi cabeza y de la del reportero gráfico que me acompañaba junto a otros colegas. Pero hasta que no tuve tiempo para repasar las imágenes que habíamos grabado, hasta que no llevé a cabo una investigación propia, ayudado por dos expertos militares, no pude saber quienes –qué bando- nos había ametrallado: habían sido soldados serbios.
Formaban parte de la caravana de refuerzos que llegaba a aquel lugar llamado Podujevo, en el que desde primera hora de la mañana, combatían a la guerrilla albanesa de la UÇK. Y repentinamente, al cruzarse con nosotros, decidieron convertirnos en objetivo tras ver marcadas en nuestro vehículo unas letras enormes que decían «TV PRESS».
Informé a mi redacción y a los observadores internacionales de la OSCE que se protegían entre unas ruinas cercanas. Pero quedaba muy poco tiempo para nuestro telediario y no pude confirmar mucho más al llegar a Prístina para el envío. Todo fue tan precipitado que hasta varias horas después no supe quién había disparado y de donde habían venido los disparos. De modo que con el apremio del oficio, en aquella primera crónica sobre el asunto, todavía sin estar muy seguro de nada, preferí decir que «una bala perdida en la batalla de Podujevo impactó en el automóvil de TVE». Nada más.
Aquel día sí preferí el desafío de la duda. «La ética en el periodismo es siempre un desafío», nos dice Javier Darío Restrepo (80 años, más de medio siglo de ejercicio del periodismo), quien ha marcado a muchos en América Latina, y que sigue encargándose del Consultorio Ético de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Este señor, el maestro Restrepo, se mantiene en sus trece en estos tiempos en los que el oficio no duda de casi nada, más que de su propia necesidad y existencia: «El periodismo aporta conocimiento, Internet informa», responde el maestro. También señala que «la apertura al otro» es fundamental en los buenos periodistas; mientras que –según el mismo Restrepo- «Internet puede tener tendencia a aislarnos del resto del mundo».
Al dar lecciones a alumnos de periodismo, el profesor Restrepo enumera un decálogo para discernir quién es buen periodista. Su primera conclusión excluiría a todos los tiburones habituales: «El periodista ha de ser una buena persona, es decir, la profesionalidad del periodista se construye sobre un ser humano y si ese ser humano es de mala calidad no se puede ser buen periodista». Sencillo e increíble.
Todo su decálogo va en el mismo sentido: además de buena persona, el buen periodista estará orgulloso de su profesión, la considerará útil, tendrá un sentido de «misión», será un apasionado de la verdad y estará dispuesto a corregirla, a ser rectificado, será autocrítico «y no un sabihondo» (reitera J.D.R.), elaborará y compartirá conocimientos, hará periodismo con objetivos, todos los días, tendrá sentido de los demás, los sentirá en sí mismo, será de verdad independiente y eso será la base de su credibilidad. Finalmente, repite, «mantendrá siempre intacta su capacidad de asombro».
¿Podemos reconocernos nosotros ahí? Desde luego, por sencillo, es complicado. Y a buena parte de los periodistas-estrella que conocemos no podremos identificarlos con el buen periodismo si les aplicamos el método Restrepo.
El hecho es que en este tiempo de multiplicación de medios y mensajes, cuando se produce una clara saturación informativa, ese cuestionamiento permanente se convierte en algo absolutamente necesario. En las sociedades libres, el trabajo del periodista consiste en buscar la realidad y la verdad para tratar de ofrecérsela a sus lectores, espectadores u oyentes.
Todo en unos medios de comunicación en crisis absoluta y cuando la precariedad profesional es mayor que nunca. Asimismo, el buen periodista debe tratar de ser imparcial y –también hoy, en la época del imperio de lo fulminante y de Internet- tiene que hacer el esfuerzo de confirmación de los hechos. Nada de eso puede lograrse sin desconfiar de nuestras certezas.
Al alejarnos, no atenernos y olvidar esas reglas sencillas del oficio, contribuimos a erosionar la calidad de nuestro trabajo. Desde luego, el periodismo de calidad pierde también peso en nuestra sociedad por otras causas, como la dispersión, la concentración de la propiedad de los medios, la conversión de los periodistas en pobres trabajadores a la pieza, la uniformización editorial, la apresurada e interesada aplicación neoliberal de las nuevas tecnologías y el resquebrajamiento de normas elementales del periodismo en aras del «mercado informativo».
La inmediatez y el sensacionalismo nos matan, lo mismo que los fundamentalistas del «equilibrio fiscal y financiero». Todos esos atacan las bases sociales del periodismo, ya sólo ven números y no personas y nunca consideran la disminución de la calidad periodística. Ni la utilidad social del periodismo.
La duda de los periodistas, en los medios tradicionales o en los nuevos, refuerza el periodismo respetable y responsable y el interés social del público. Debemos alimentarnos de nuestras dudas y de las preocupaciones de nuestros lectores, oyentes o telespectadores.
Las presiones que recibimos son –en la mayoría de los casos- sutiles. No siempre son burdas, ni son tan directas como la ráfaga de un fusil ametrallador. Para seguir oponiéndonos a todas las presiones que afrontamos, hay que buscar la cooperación, la asociación y la solidaridad entre todos. La solidaridad de los periodistas también es más necesaria que nunca, así como la conexión con nuestros críticos, muchos de ellos activistas ciudadanos.
Tampoco debemos excluir el convertirnos nosotros mismos en activistas de la democracia y de los derechos sociales, si estamos convencidos de que defendemos la verdad y el derecho. Por otro lado, en las sociedades que tengan un margen válido de pluralismo y unos estándares democráticos mínimamente aceptables, puede que nuestra misión no consista en atacar o derribar las instituciones sin más. Pero sí hay que contestar las mentiras institucionales y a quienes las apoyan.
Estamos obligados a poner en duda a quienes representen al poder y a dudar de todos sus portavoces oficiales u oficiosos. Siempre que podamos, aportando datos y conocimiento restrepiano. La certeza no siempre está del lado «bueno»; sin embargo, la duda está frecuentemente del lado de los más débiles. Más cerca de la verdad y del periodismo deseable.