Muñoz Molina cuenta con una obra dispersa en trabajos periodísticos, ensayos y novelas, de la que desde aquí hemos dado cumplida cuenta en varias ocasiones. Aunque sus ensayos vienen teniendo la aceptación de una gran cantidad de lectores, como se ha puesto de manifiesto con «Todo lo que era sólido», su último libro hasta ahora, ha sido su obra literaria la que ha tejido el prestigio que hoy ha culminado con el galardón de uno de los premios más reconocidos internacionalmente.
Su literatura es de compromiso, aunque sin rehuir, como buen novelista, el entretenimiento que inyecta a todos sus relatos.
Desde que su novela «El jinete polaco» fuera galardonada con el premio Planeta de 1991, Muñoz Molina no ha dejado de elaborar una producción regular en el tiempo y de un gran nivel literario, que ha combinado con sus ensayos y memorias. Títulos como «El invierno en Lisboa» (1987), «Beltenebros» (1989), «Ardor guerrero» (1995), «Plenilunio» (1997),»Sefarad» (2001), «Ventanas de Manhattan» o «El viento de la luna» (2006), muestran la dimensión alcanzada por sus escritos a lo largo de las últimas décadas.
La última novela
Vísperas de sangre: «la noche de los tiempos»
Los últimos meses de la Segunda República y el inicio de la guerra civil es el periodo en el que Antonio Muñoz Molina sitúa a los personajes de su última novela «La noche de los tiempos» (Seix Barral). Una trama amorosa, en forma de adulterio, sobre las cenizas a punto de extinguirse de un matrimonio convencional, es la excusa del escritor para lanzar una mirada crítica sobre la ciudad de Madrid en las convulsas vísperas de una contienda fratricida.
La mitología política ha creado alrededor de algunos personajes y de ciertas ideologías un aura intocable que Muñoz Molina se atreve a perturbar en esta novela, en busca de una verdad histórica que algunos quieren absurdamente enterrar.
Por «La noche de los tiempos» desfilan algunos de estos personajes y movimientos sobre los que la mirada del escritor no se muestra precisamente benévola.
No se salva Buñuel (tenía un automóvil ostentoso y recibía a las visitas fumando un puro y cruzando los pies sobre la mesa), Pedro Salinas (acumulaba cátedras, encargos, conferencias, puestos oficiales, incluso queridas), Ortega y Gasset (¿uno debe fiarse de un filósofo que se tiñe las canas con un tinte de no mucha calidad y se toma tanto trabajo en ocultar su calvicie sin ninguna posibilidad de éxito?).
Alberti y María Teresa León (viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y se hacían fotos en la cubierta del barco como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo), Dalí (pronto sería tan rico y déspota como Picasso), Bergamín (no se bajaba del coche oficial), ni siquiera Lorca (contaba sin reparo a cualquiera que estaba ganando muchísimo dinero, complacido en la magnitud de su triunfo con una desvergüenza pueril).
La crítica se amplía a una intelectualidad antifascista que hace la guerra editando un periodiquillo con poesías revolucionarias y para descansar de sus rigores dan bailes de disfraces. Reivindica los valores de algunos otros como Moreno Villa y sobre todo trata de rehabilitar la imagen de Juan Negrín.
Tampoco se salva el gobierno del Frente Popular (un gobierno de señoritos que mandan gracias al voto obrero) ni la imprudencia de los socialistas, que en las celebraciones del primero de mayo no daban vivas a la República sino al Ejército Rojo, con gran alegría de las derechas (una traslación de las tesis políticas que Muñoz Molina viene exponiendo en algunos de sus últimos artículos).
Los mejores momentos de la novela corresponden a la descripción del desorden que se va imponiendo en Madrid desde los meses anteriores al levantamiento de los militares fascistas el 18 de julio de 1936 y sobre todo del caos en el que desembocan a partir de esta fecha la desorganización, el enfrentamiento y la lucha por el poder entre las diferentes corrientes ideológicas que defendían el gobierno legítimo de la República.
Muñoz Molina intenta explicar el clima social y político que ofreció a unos militares sediciosos la excusa perfecta para derribar una de las pocas experiencias democráticas de nuestra historia.
Los atentados contra el catedrático socialista Luis Jiménez de Asúa, en el que murió su escolta, el que mató al alférez de la guardia civil Anastasio de los Reyes y el tiroteo que se desató durante su entierro, el asesinato del capitán republicano y socialista José Faraudo, los disparos entre grupos de jóvenes falangistas y republicanos, cuyas víctimas provocaban reacciones encadenadas: la definitiva acabó con los asesinatos del teniente Castillo y del diputado de Renovación Española José Calvo Sotelo.
Antes de haberse producido el levantamiento de las tropas sediciosas, Madrid se había convertido ya en una ciudad peligrosa para pacíficos habitantes que tomaban su consumición en las terrazas de un café o de un merendero, asaltadas de pronto por pistoleros falangistas, o para paseantes que no disponían de documentación precisa que justificase su fidelidad a la causa.
En el ambiente había la sensación de que algo dramático estaba a punto de pasar y que ya era demasiado tarde para evitarlo. Al día siguiente del golpe, la ciudad entera fue una algarabía de manifestaciones, himnos, riadas de gentes transitando las calles en un desorden sin sentido, persecuciones de supuestos quintacolumnistas por milicianos armados que apenas conocían el manejo de sus mosquetones viejos y que en un momento podían acabar con la vida de cualquier inocente, fusilamientos sin justificación (dramático el del profesor Rossman, un intelectual progresista fugitivo del nazismo, que nos trae a la memoria la situación de intelectuales como Walter Benjamin, atrapado en la frontera hispano-francesa), muertes provocadas por venganzas personales, asesinatos de militares como el de López Ochoa, quien mandaba las tropas en Asturias cuando el intento revolucionario y a quien sacaron de la cama de un hospital en el que acababa de someterse a una operación (lo mataron, arrastraron el cadáver por la calle y le cortaron la cabeza, las orejas y los testículos. Era como una procesión de gigantes y cabezudos con una nube de niños corriendo detrás)... Y sobre todo este caos, la incapacidad del gobierno de la República para controlar la situación.
«La noche de los tiempos», probablemente la mejor novela de Antonio Muñoz Molina, nos traslada a ese preciso momento de la historia y nos hace vivir con intensidad el clima de sinrazón y barbarie desatado en Madrid, muy similar al de otras ciudades y pueblos españoles (una revolución fantasmagórica que incendiaba las iglesias y dejaba intactos los bancos... los desvaríos ideológicos de quienes vaticinaban la dictadura del proletariado o del comunismo libertario, convencidos de que aboliendo el dinero y practicando el desnudismo o el esperanto o el amor libre el paraíso quedaría instaurado sobre la tierra).
Por supuesto, no se ahorran las críticas a las fuerzas nacionales, culpables del estallido de la guerra, ni a las barbaridades de sus militares durante la marcha victoriosa en las posiciones que iban ocupando. Pero el autor quiere sobre todo poner de manifiesto que hay una historia que el franquismo ha aprovechado para justificar sus desmanes y que aún no ha sido asumida con responsabilidad por una izquierda reticente. Y que tal vez haya llegado el momento de hacerlo. «Ellos tienen su culpa y nosotros la nuestra», dice el protagonista de la novela en el desenlace de la historia.