Literalmente incrustada contra la alambrada que sirve de frontera con Turquía, esta ciudad de 200.000 habitantes es conocida por sus multitudinarias procesiones cristianas en Semana Santa, que coinciden casi en el tiempo con la también masiva celebración del Newroz, el año nuevo kurdo y persa.
Qamishli es el tubo de ensayo de la convivencia de asirios, armenios, kurdos y árabes, pero también la probeta en la que se testaron los antecedentes del levantamiento kurdo. Corría marzo de 2004, cuando un partido de fútbol en el estadio local derivó en una sonora reivindicación nacionalista kurda, que fue sofocada con docenas de muertos a manos de la policía.
Tras la rebelión de 2011 contra el gobierno de Siria, los kurdos apostaron por una neutralidad que los ha llevado a enfrentarse prácticamente a todos.
A pesar de las dificultades, en julio de 2012 consiguieron hacerse con el control de las zonas donde son mayoría. O de casi todas, ya que el gobierno sirio de Bashar al Assad todavía controla el centro de Qamishli y el aeropuerto de la ciudad. Un vuelo diario la conecta con la castigada capital del país.
«Son 600 kilómetros entre ambos puntos y las carreteras ya no son una opción», asegura Hamid, un antiguo comerciante de pollos que sustituyó su negocio por el de la gasolina, mucho más lucrativo. La vende desde un pequeño puesto a la entrada oeste de la ciudad.
«Me la traen a diario desde Banyas, en la costa mediterránea. Son tantos los controles de todas las facciones a los que hay que pagar un arancel que el precio de la gasolina ha pasado de las 15 libras sirias (14 centavos de dólar) el litro a 300».
No es extraño que los lugareños hayan desempolvado sus bicicletas y, si bien el precio del resto de los productos de consumo no se ha multiplicado por 200, la población se ve estrangulada por el coste de la vida.
«Mi salario es de 20.000 libras (unos 150 dólares). Antes de la guerra yo vivía con todas las comodidades, pero ahora apenas puedo mantener a mi familia», explica el maestro de primaria Qadir. «No quiero tener que marcharme, pero es posible que no quede otro remedio», añade.
Un día una persiana de un comercio permanece cerrada, no llega el correo ni tampoco los resultados de los exámenes. Son señales casi inequívocas de que otra familia más ha huido para engrosar las filas de los 200.000 refugiados que, según datos de la Organización de las Naciones Unidas, languidecen hoy en los cinco campos montados para ellos en el Kurdistán iraquí.
Falta la luz, el agua escasea y la telefonía móvil se mantiene únicamente gracias a la cercanía con la frontera turca.
Prácticamente todos los sirios del norte son usuarios de la telefonía móvil turca aunque un mensaje automático del Ministerio de Turismo recuerde, de cuando en cuando, que Siria presumió hasta hace poco del turismo y de unas telecomunicaciones fluidas. «Llame al 137 para información turística o reclamaciones», dice aún un eslogan.
Caos ordenado
«Aún así no nos podemos quejar. Hemos perdido mucho, pero también hemos conseguido avances inéditos», explica Hozan, un veinteañero que espera que acabe la guerra para finalizar sus estudios de ingeniería civil. Mientras, colabora en la edición de un periódico local kurdo, una lengua prohibida hasta hace poco en Siria que, como dice, su padre le enseñó a escribir de pequeño y en secreto.
Otros logros de la revolución 'paralela' de los kurdos pasan por escuelas en su lengua, centros sociales y de apoyo a la mujer así como una gestión que abarca desde el aparato político y militar hasta la recogida de basura, aunque muchas veces esta acabe ardiendo en el cauce del río Jaghjaghah, que disecciona la ciudad de norte a sur.
Si todo funciona, más o menos, es gracias a la labor de un auténtico ejército de voluntarios como los que dirige Hashim Mohammad, jefe del Asayish, la policía kurda. Este antiguo combatiente del Partido de los Trabajadores de Kurdistán nos explica que cuenta con 4.000 hombres y mujeres bajo su mando. Incluso llega a reconocer las denuncias de abusos a prisioneros por parte de algunos de ellos.
«Se dieron algunos casos al principio de la revolución. Era una situación completamente nueva para todos y se cometieron errores», explica Mohammad, añadiendo que, al día de hoy, resulta «impensable».
La existencia de un puesto de control gubernamental a escasos metros de aquí alimenta los rumores sobre un supuesto pacto secreto entre Al Assad y el Partido de la Unión Democrática (PYD), la agrupación política dominante entre los kurdos.
Miembros destacados del PYD han negado repetidamente a este periodista tales acusaciones, un discurso que Mohammad suscribe. «Ellos no entran en nuestra zona ni nosotros en la suya. No nos coordinamos, simplemente nos ignoramos», apunta el máximo responsable de la policía kurda.
Cierto o no, Al Assad sigue saludando sonriente desde un mural en el edificio de correos de Qamishli.
A pocos metros, Hafez al Assad, el fallecido padre del gobernante, despliega una bandera siria desde la escultura que preside la plaza principal del centro de la ciudad. Desde allí, unos milicianos encapuchados y vestidos de negro enfilan por la avenida principal en dirección este en una camioneta artillada y pintada con la bandera del país.
«Son 'sabihas', civiles a los que el régimen pagó y armó al principio de la revolución», espeta Edmon, un cristiano local cercano a la oposición al gobierno sirio. «No hables, ni les mires ni lleves tu cámara a la vista», aconseja.
Si bien no hay un puesto de control fijo, un registro inesperado puede acarrear problemas a un periodista que ha cruzado a esta parte del país con el conocimiento de los kurdos, pero sin el de Damasco.
Dejando atrás la plaza principal, los policías de tráfico descansan en sus garitas pintadas con la bandera siria; los puestos del bazar lucen repletos de género y personas y en las pastelerías se siguen vendiendo los dulces locales de miel y almendras.
«Este hombre que nos acaba de servir es hermano de un conocido torturador del régimen en Alepo», explica Edmon. «Aquí todos sabemos quién es quién, pero nadie habla de política. Nadie quiere problemas».