Para conseguirlo, el recurso a la amenaza de la bancarrota y el caos. Cómo se puede explicar a nuestros electores, especialmente los más jóvenes, la utilidad de un proceso de integración en donde las nuevas generaciones se encuentran abocadas al ostracismo laboral o al destierro.
Dicho esto, no sería justo desconocer la gran labor desarrollada por el Parlamento Europeo en estos años, los más duros para la ciudadanía, especialmente en ámbitos sensibles para aquellos sectores más golpeados por la crisis. Para eso dimos la lucha desde 1979 -una vez que pudimos elegir directamente a nuestros representantes- , para dar solución al denominado «déficit democrático», para colocar a la ciudadanía como motor de este proceso de integración incluso, por encima de estados y de patrias; los más ingenuos llegamos a acariciar la idea de que el rango jurídico de esa ciudadanía elevado a norma en el Tratado de Maastricht sería el punto de bóveda de una Europa unida y federal. Eso sí, tenemos bandera, himno, pasaporte, moneda, Eurovisión, UEFA... pero, sin embargo, lo cierto es que hay una parte destacada de esa ciudadanía que pasa del proceso integrador. Llegados a este punto, es honesto reconocer que no hemos sabido propiciar el debate, informar adecuadamente, buscar la complicidad y no sólo cada cuatro años. Ser capaces de propiciar un proceso de legitimación que vaya de abajo a arriba, de los ciudadanos a los gobiernos e instituciones comunitarias.
Nos quejamos de que las decisiones fundamentales que han afectado a nuestra ciudadanía en la gestión de la crisis las ha adoptado la Troika, que es la menos europea y la menos democrática de la Unión: Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional. Y que, como señala la propia Comisión de Empleo y Asuntos Sociales del Parlamento Europeo, ha agravado la situación de pobreza y el paro en los países intervenidos: Grecia, Irlanda, Portugal y Chipre. Pero lo más decepcionante es que esas políticas han sido aplicadas por todos los gobiernos de esos partidos mayoritarios que hoy solicitan nuestro voto; de forma más convencida o más resignada, pero ambos las han aplicado bajo el imperativo del «ningún margen de movimiento». ¿Para qué votar entonces?, si incluso los gobiernos supuestamente de mayor perfil social aceptan sin rechistar las políticas de la ortodoxia imperante.
La UE, después de estos últimos 20 años, ya sin padres y sin líderes, está como ese matrimonio al que ya no le une nada, pero cuyos miembros saben que estarían peor si se separan. Ante esta situación, la única respuesta ha sido el camino inexorable hacia la plena germanización de Europa, una Europa cada vez más alemana frente a una europeización de Alemania: la fórmula que hizo posible la paz en este continente después de dos guerras. Ésta última es la Alemania que nos gusta y deseamos, más solidaria y comprometida pero, probablemente, la que nunca volverá a ser.
Priorizar la Europa social no quita también llevar a cabo, de forma subordinada, las tareas que tenemos pendientes: avanzar en la unión monetaria, regular el funcionamiento de los fondos de rescate, establecer el necesario rigor presupuestario y cumplir con el calendario de la unión bancaria. Son muchos los ciudadanos que pensamos necesario responder con firmeza y peso a los grandes retos económicos, políticos, diplomáticos y militares que tenemos por delante; para ello, Europa no es el problema, sino que, por el contrario, más Europa es la única solución; la cuestión es definir qué tipo de Europa es la que deseamos construir.
En conclusión, esto es lo que pide el cuerpo a la ciudadanía, no sé si al final, lo que piense la cabeza, también tendrá algo que decir.
© Gustavo Palomares Lerma, 2014